Por Emiliano Scaricaciottoli
Su celebrado Live at Pompeii (2016) fue el principio del fin de uno de los músicos más gravitantes del rock progesivo internacional. Entre muertes anunciadas y humanismos a contrapelo, celebro al hombre que ha vivido entre las sombres y los abogados de Waters.
David Gilmour nació el mismo año que mi madre. Amo a David Gilmour, lo deseo. Sí, hay algo incestuoso. Y por eso escribo, lo escribo, para tratar de pensarlo en esa sensualidad de un hombre que ha caminado entre la sombras de otros hombres. Primero de Barrett-porque la amistad fue un auxilio, un enfermero y David tuvo que salir a respaldar la entropía de Syd horas antes de A saucerful of secrets-; después, de Waters, litigios mediante, por un nombre, por un maldito nombre: Pink Floyd.
Gilmour usaba un uni-vibe, un pedal que a mí me interesaba porque era igualito a un Phaser, al que usaba Hendrix. Pappo lo había notado también pero en Buddy Guy. Todos los violeros que usaron el sonido chorus podrido me movilizaban. Me movilizan. En una entrevista lejana cuando Waters preparaba en las tinieblas The Wall, allá por el '77-post gira de Animals-, le declaró a una reportera belga que el problema de Gilmour era que no tenía sombra. Me impactó la imagen. Un alma errante, en pena. Taciturno, melancólico, una belleza cercana a Joe Dallesandro, el joven de Trash (1970) de Paul Morrisey. Pero en este caso, el de Gilmour, un joven (ese del Live at Pompeii de 1972), una belleza “ida”. Una pérdida, potlatch de estesis, una atracción insulsa pero fulminante cuando con el paso del tiempo. Lo que necesitaba Gilmour era el tiempo necesario para escapar a sus sombras, las sombras que lo obligaron a sacar cierto pecho para demostrar que su ingreso por Barrett fue un acierto; que patearle el culo a Waters en el 84 y resucitar a la banda, constituía un identikit soberbio para volver a vivir.
Lo que me interesa en sí de Gimour es qué pasó con su discografía solista, eclipsada por ese gran monstruo que representó Floyd para el rock progresivo hasta The Final Cut (1983). De hecho, hay que pensar que más allá del agenciamiento de los sobrevivientes a los caprichos de Waters, Mason y Wrigth (y sus repectivas carreras solistas intrascendentes: a Mason se lo recordará por producir un disco menor de Steve Hillage; a Wrigth por Wet Dreams, disco cuya tapa debía comercialmente aclarar: “Rochard Wrigth of Pink Floyds” y sonar en fiestas de casamiento), A momentary lapse of reason (1985) iba a ser el tercer álbum solista de Gilmour. Este disco se grabó en Astoria con una escena similar a “Smoke on the water” de Purple pero sin incendio. Si bien a Gilmour siempre le costó escribir, y de allí la necesidad de entender su obra nos lleva irremediablemente a entender la micro-poética de su mujer, Polly Samson, hay que decir que sus preocupaciones post-humanistas y los refugios paranoicos en la naturaleza empezaron a ser un tópico común conceptual y un patrón, de hecho, hasta Rattle that lock (2015). Quedará inmortalizado The Division Bell (1983) por “High hopes” y “Coming back to the life”, ambas letras en ese sentido catastrofista de las sociedades posnocionales y una oscuridad sartreana admirable. En 2014 a los efectos de editar The Endless River, vuelve a Astoria, como quien vuelve a ese lugar en el cual el superviviente olfatea con dulzura haberse sacado de encima el peso muerto de Waters. Las tapas de On an Island (la barca que se pierde entre las nubes, una copia interesante del cuadro de Friedrich, “Der Wanderer über dem Nebelmeer”), lo último de Floyd, y Rattle that lock van en ese sentido: perderse, morir, esperar un final anunciado. Las preocupaciones existenciales de Gilmour son más sencillas que las de Waters. Lo que impacta en sus discos solista son sus lecturas de adolescencia: de Conrad a Hemingway; de Saint Exupery a Mann.
Gilmour se presenta de manera solista en 1978. El sencillo “There's no way out of there” fue compuesto con las maquetas de “Confortably numb” y “Run like hell”. Es decir, todo el disco está signado por ese efecto de letanía, un toque country, otro poco de Hendrix en “Cry from street” (y ese pedal uni-vibe, ese maldito pedal) y un sin fin de baladas como “So far away”, con el piano magistral de Mil Weaver, quien también supo ponerle colores a los discos de Buddy Guy y Taj Mahal. En el 84, About the face es un “in your face” para Waters. Es de dominio público, no estoy descubriendo nada nuevo. La tapa tiene una estética Easy Rider con un gestito de “vamos para la izquierda”. A la izquierda de Waters, tarea difícil. La nota de color del disco es la participación de Pete Townshend de The Who en “Love on the air” y “All lovers are deranged”. Sin duda alguna, una súper banda, a la que se sumaba Jeffrey Porcaro, el baterista de Toto y Jon Lord en sintetizadores. Un gusto. Darse un gusto. On an island sale en 2006 con ciertos lados B de The Division Bell, por ejemplo “Castellorizon” es el equivalente a “Marooned”. Excelencia instrumental que Gilmour ya había sellado en Ummagumma (1969) con “The Narrow Way” y sus tres partes, como una obra de ensamble, seguramente dedicada a su amigo Syd Barrett. Las tres partes fueron grabadas para el happening de sexo-seco en el desierto que Antonioni pensó para Zabriskie Point pero no se utilizaron y quedaron solo guardadas en ese disco. On an island es el disco en el que Polly Samson se luce con letras isabelinas como “The blue” o “Smile”, algo así como un Rey Lear que enloquece en la tormenta. Gilmour había volcado a un ecologismo “progre” con su participación en las ONG Oxfam y Greenpeace y que, insisto, golpean, cimbronean en la producción lírica de sus discos. Rattle that lock (2015) es la antesala a la consagración de ese tripulante de la barca que se esconde entre las nubes, esperando siempre una muerte digna. El video clip de la canción homónima del disco repite la historia del ángel caído, los mundos oscuros de la tierra y un cielo amenazante. El fin del mundo pero en clave épica medieval. En “In any tongue”, una crítica dura a la intervención militar estadounidense en Medio Oriente, se asocia artísticamente con Danny Madden y su corto “Confusion through sand”.
Volver a las ruinas de Pompeya en 2016, ese concierto en especial, no fue uno más en la carrera artística de Gilmour. Metafóricamente equivale al ángel de la historia que Walter Benjamin lee en el cuadro de Paul Klee: un futuro que “llegó hace rato”, inscripto, patentizado en la certeza de una muerte colectiva, la mortalidad de lo que conocimos como familiar después de The Division Bell. Parafraseando a Pato Larralde, asentiría Gilmour: “¿Dónde estabas, cuando cayó la gran campana/Dónde estabas?”.