Panorama de desconcierto el del rock contemporáneo. La última generación que ha pensado alguna novedad en la artillería lírica, la de los noventa, apaga sus luces y se reabren todas las preguntas sobre el futuro. ¿Qué futuro hay para mí?
El gran espíritu que te hizo sentir en algún momento de tu vida que formabas parte de algo grande, de algo grande que destruía todo lo que tocaba. Decía Lemmy que los vecinos de un condado en el cual tocara Motörhead sabrían del paso de la banda por allí porque el pasto no crecería jamás. Algo similar me dijo Adrián Outeda, cantante de Bandera de Niebla y referente indiscutido de la escena hardcore punk argentina desde hace años, hace unos sábados atrás antes del Paranoid Vol. 10 (festival que amiga los colores hardcore y los metaleros) en Club V: “El rock se está muriendo, mirá para arriba”. Arriba había, allá a lejos, en un edificio de Corrientes y Julián Álvarez muchachitos y muchachitos en una fiesta meta tumbadoras y pastis. Entendí que lo que Adrián quería decirme es la decadencia de ese espíritu de destruir. “Mil naves se acercan deseando destruir y matar”, cantaba Osvaldo Zamarbide mientras los hippies del Barock 82 le tiraban monedas, naranjas y verduras (como en una gran obra isabelina shakeapereana). Cada vez que viene la ola de adolescentes queriendo romper la escoria pretérita o el nostalgioso culo de quien contempla las ruinas, algo interroga, incomoda, desajusta.
Hace mucho tiempo que me gusta la palabra desregular: no uso ni transgredir, ni revolucionar. Me volví un postestructuralista del tercer cordón del conurbano, puede ser. Pero como siento que me muero en breve, lo siento muy real, quiero pensar qué quedó de eso que llamábamos (y que los manuales y las enciclopedias en línea siguen llamando) rock. No en términos genéricos. Eso sería una estupidez. Me refiero a las referencias y a los referentes. Creo que este estadío de la modernidad nos permite pensar en la caída simbólica de grandes signos. No hay más referencias fuertes de eso que llamamos el movimiento “rock”, al menos no asolescentes que sean norte de otros compañeros de ruta. El movimiento quedó, en principo, reducido a festivales museificadores. El rock, un conglomerado de expresiones que más que celebrar la diversidad de sonidos y tener más tiempo que vida, celebra-volviendo siempre a Simon Reynolds- la zona de amesetamiento. No pasa nada. Y si pasa que haya cerca una camilla, sanitarios y vasos de plástico.
Me duele ver al pelado Corgan-cantante de los Smashing Pumpkins- en un psiquiátrico. Me duele ver a los pelotudos de los hermanos Gallagher discutiendo ante mamá a ver quién tiene razón. Me duele que Dolores O'Riordan se haya pegado un corchazo. La sobre exposición lacrimosa de Radiohead me duele pero en otro sentido: me duele por berreta. Robert Smith cuando escucha Radiohead debe ir al baño a vomitar y lo dijo, se la bancó: “Lo que hacen es algo idiota”. Pero ahora se celebra. Me interesaría saber qué: al menos que mueran sus adolescentes. Al menos que alguien sangre. No, es confort y música para volar. Será por eso que extraño a mis voces infernales, a Ronnie James Dio, a Cornell, al viejo Lemmy, a los que se fueron ahora, hace un rato. No necesito irme al club de los 27. En la zona de confort, Pearl Jam quedó preso de un litigio con ticketmaster (de música poco y nada); David Grohl se dedica a hacer covers de Van Halen y a contar billetitos; los Green Day hace tiempo que duermen al ritmo del “American Idiot”; los Peppers suenan mal en vivo, hacen grandes discos, pero si Flea sigue llorando los prefiero en el estudio. Envejecerán, lo están haciendo: cobrarán su jubilación.
Extraño a Jonathan Davis. Empezaré por él. ¡Y está vivo! Porque extraño a los vivos que se mandaron al sobre temprano. Más allá de lo que implicó el nü metal como movimiento dentro del metal internacional, había una conexión directa ineludible entre Davis y la juventud. Quizás también por el enorme fenómeno juvenil que implicó el nü metal en una escena muy disputada con el grunge y el post punk. Así como Mustaine, el líder de Megadeth, sostiene que Nirvana hizo mierda a una generación, Iorio sostuvo (ahora, vaya a saber uno si puede sostenerse a él) que la alternatividad (fenómeno que comprendía nuevas formas de circulación y de autogestión de la música, a comienzos de los noventa) y puntualmente los exponentes locales con más vuelo, ANIMAL, habían destruído la conexión entre el género pesado y la juventud. Muy por el contrario, Davis y los Korn entendieron que había que hablarle a la juventud (y empezando por internet). A una juventud desesperanzada, rota, extraviada y ruin entre la guerra del Golfo y el disciplinamiento mass-media. La indumentaria ADIDAS (después Puma, porque negocios son negocios), dreadlocks, un pie de micrófono creado a la imagen y semejanza de H. R. Giger (el creador de Alien) y un discurso de vulnerabilidad. “Daddy”, canción que termina con balbuceos e insultos del propio Davis a su supuesto violador (porque el elemento autobiográfico es muy fuerte en esta coyuntura y para ese público adolescente) y las constantes alusiones a los maltratos que sufrió de niño, quedaron plasmados en las líricas de Korn y luego en su proyecto solista, Black Labyrinth (2018), harto de lugares comunes que condenan la apatía contemporánea (las religiones, el consumismo, lo efímero). Su álbum solista pasó desapercibido, acallado, y un tanto volcado a la experiencia con la música electrónica (su otro proyecto solista, JDevil) y a las percusiones chamánicas. Davis perdió quizás a su público, o su público lo perdió a él. Yo lo extraño.
Extraño a Zack de la Rocha, un poquito más que a Davis por la necesidad de articular ese discurso anticapitalista propio de los noventa y, al mismo tiempo, conjugar hardcore punk y hip hop. Zack también caminó los suburbios de Los Ángeles pero con una familia muy comprometida con el pasado chicano. Su padre, Beto de la Rocha, fue uno de los mentores de “Los Four”, un grupo de arte plástico Chicano asociado al LACMA (Los Angeles County Museum of Art) y al nuevo realismo mexicano pero en tierras gringas. The Battle of Los Angeles (1999), el último disco digno de Zack con Rage Against The Machine (RATM) también le habló a la juventud pero dando un salto cualitativo en la conciencia: la guerra y la necesidad de evidenciar la mentira de la democracia burguesa. Los dos cortes más significativos de ese disco, “Calm like a bomb” y “Testify” están dirigidos visualmente, nada más y nada menos, que por Michael Moore. Después de hacer mierda, en sus letras y en sus declaraciones públicas, la falsa puja entre Al Gore y Bush en 2001, Zack tomó una postura muy radical y sin cuartel con sus compañeros de banda. Alejado de los elogios que la banda recibía por el imperio MTV, decidió dar un paso al costado. En 2008, se conoció el EP homónimo de One Day as a Lion. Flojo, insulso, y sin interlocutores. Recuerdo con gracia sus críticas al gordo impresentable de Limp Bizkit en los MTV Music Award y a esa runfla que devino con la crisis del nü metal.
Extraño a Eminem. Lo dije. Que la historia me condene. Extraño sus ofensas a Cobain (sus risas por el modo en el que se repartieron sus bienes, lo cual lo hace mucho más interesante), a Mariah Carey en “Superman”; también extraño verlo muy tranquilo ante las acusaciones xenófobas que hicieron de su carrero un derrotero a partir del 2000. Lo mejor de Eminem fue rescatar algo que ni los Beastie Boys, ni 50 Cent ni mucho menos el Gangsta pudieron recuperar: las raíces del concious hip hop de los setenta, DJ Kool Herc y las consignas claras para unificar a las pandillas latinas y negras de Detroit. De la ciudad de Robocop, un blanquito rapeando se hizo también película en su autobiográfica 8 mile (2002), por supuesto, también premiada y bastardeada por crear una épica blanca en un género negro. Lo cierto es que Eminem hasta Encore (2004)-álbum oscuro, más próximo al suicidio que a una operación de prensa para agitar billeteras- le pegó duro varias veces a Bush y a Trump (primero en “White Americá” y luego en “Mosh”) y a la maquinaria mainstream de la cual formó parte. También le hablaba al piberío. Y nunca renunció a eso, más allá de sus vanidades faranduleras. Le hablaba al piberío desde un lugar similar al de Davis. Escuchen “Brain Damage” de 1991. ¿Fórmula exitosa la del chico abusado en la escuela? Puede ser, pero yo creo que supo entrar en la escena freestyle con un discurso que no evitó nunca-aún en sus contradicciones más crueles, aunque salga abrazado a Elton John para limpiar sus cloacas- la confrontación. Haciendo, claro, de esa confrontación un show y de ese show una invisibilización de su figura.
Entramos en ese paradigma bravo de la nostalgia, es válido el estado. No así no pensar críticamente qué referencias contemporáneas emergen para ocupar esas voces agotadas y que no sea Patti Smith en el CCK vendiendo hasta los pasillos por un show que es una verdadera mierda pero que a la luz del presente arrastra con justicia a machitos deconstruidos (esos que portan el pañuelo verde para evitar ser denunciados en sus orgas) y a una horda de juventudes movilizadas que necesitan de esa violencia en la voz, en la letra y en el cuerpo.
Quizás el rock ya no quiera cantarle a la coyuntura y prefiera esconderse en sus anales de la gloria. Discutámoslo.
Por Emiliano Scaricaciottoli