Por Lea Ross
Si había una razón de porqué retornó el personaje más referenciado de Sacha Baron Cohen, después de una década y media de ausencia, es porque en aquellos tiempos el presidente de Estados Unidos era una caricatura en bruto, mientras que en la actualidad es uno en neto. Y como tal, un emergente de la corrosión de aquellos principios básicos que conformaban aquella proclama occidental llamada democracia. Borat: siguiente película documental (2020), estrenada justo antes de las elecciones presidenciales, recupera ese humor relegado en la televisión y en las redes sociales, pero profundizadas desde un costado que exceda la instantaneidad de las lecturas reducidas en caracteres.
Luego de catorce años de aquel (falso) documental que indaga sobre la cultura y las instituciones de la máxima potencia mundial, el periodista kazajo Borat Sagdiyev será enviado nuevamente al suelo norteamericano, para otorgar una ofrenda a una importante figura de la Casa Blanca, a cambio de restablecer acuerdos bilaterales con la gloriosa nación de Kazajistán. Luego de una serie de infortunios, Borat será acompañado en esta expedición, de intriga internacional, por su hija menor Tutar, interpretada por la actriz búlgara María Bakalova, una de las más grandes revelaciones actorales del año. La amplia brecha temporal entre las dos películas de Borat incide en la definición de los sketchs, atravesaba por el auge de las redes sociales, la pandemia y el crecimiento del activismo de las mujeres. En cierta manera, estas variables han empujado a que los discursos reaccionarios pasen de lo implícito a lo explícito. A contramano de lxs dos protagonistas, donde se someterán a notables trabajos de vestimenta y maquillaje.
De ésta manera, la delgada línea entre lo “real” y lo ficcional se torna más barrancosa. No solo se establecen los gags más tradicionales, como el imperdible momento donde se le pide a un médico religioso que extraiga “un bebé” en la panza de la protagonista, sino también en la secuencia donde se convive con dos conservadores anti-cuarentena. En este caso, la falta de burla, donde se pone el foco en Borat tratando de matar los virus con una sartén, permite modular cierto estilo que cargaba en la película anterior. Un enfoque que excede a la duda si lo que vemos está guionado o no.
Algo semejante ocurre con la convivencia de dos ancianas judías. Hay en ese punto, un momento en donde el propio comediante plantea la efectividad de esa misantropía, en el momento en que el humor grotesco es frenado por el testimonio de una sobreviviente del Holocausto.
Finalmente, la tan comentada secuencia con Rudolph Giuliani –donde al final, tuvieron que salir corriendo para evitar a la policía- es una verdadera proeza, que también excede a la discusión si se estaba manoseando debajo de los pantalones. Muy raramente, el cine ha tenido ejemplos donde una acción semi-improvisada, en este caso intervenir en el dormitorio, genere una inseguridad sobre si fue una decisión del actor o del personaje. Tanto la definición sobre en qué momento intervenir, como la edición y las pautas en el guión, conforman una osadía no solo estética y ético, sino también política, que es aquella instancia en donde se pasa del discurso (el chiste) a someter el cuerpo hacia el espacio para intervenir en el acto, basado en el criterio mismos de táctica para meterse en la escena.
De ésta manera, más allá de que su "democratismo" hace discutible su mirada geopolítica, Borat: siguiente película documental contrarresta aquella irreverencia, cuya naturalización ha permitido un aplacamiento al análisis crítico, a partir de una mirada urgente sobre uno de los pocos años en que la humanidad ha quedado paralizada. La supuesta ternura edulcorada en su cierre se responde por la descentralización de la posición de cámara, que ahora ya no se enfoca solo en Borat, sino también en Tutar. Vaya rareza, donde el arquetipo del comediante se caracteriza por la demanda de saciar su ego en forma solitaria. Una escapada en compañía excede a un remedio de complejo de Electra, sino de la necesidad de resaltar la rebeldía como un acto de compañerismo, frente a una libertad monopolizada por el individualismo.
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