Por Lea Ross
Hay una idea errónea de afirmar que siempre es bienvenido que haya muchas producciones audiovisuales sobre una misma problemática social, aun cuando eso genere resultados muy parecidos. La acumulación ad infinitum es una concepción liberal, donde la pérdida de tiempo, de creatividad, de esfuerzo, etc. podía haber sido aprovechado para realizar trabajos más renovadores, en lugar de plantar un monocultivo estético que solo conformaría a un público reducido.
Salir a filmar casos de violación de Derechos Humanos en plena democracia es toda una osadía ética. Y por lo tanto, estética. La estética es ética. Y como tal, se requiere preguntarse cómo se logra un resultado cinematográfico frente a una terrible situación donde se menosprecia el valor a vivir. Hay dos figuras que protagonizan o que polemizan los supuestos logros básicos obtenidos en un sistema democrático republicano: Milagro Sala y Luciano Arruga. Dos documentales sobre ellxs, muy contrastables, nos permiten acercar una conclusión.
Milagro (2018), dirigida por Martín Adorno y que cuenta con el rol protagónico de la comunicadora Cynthia García, se enfoca sobre la dirigente social norteña, bajo el panorama de haber alcanzado los mil días de encierro en su estado como presa política. El documental pretende desmenuzar la maquinaria del poder económico, político y judicial de la provincia de Jujuy, para descifrar los intereses sectoriales que se sintieron tocados por la líder de la Tupac Amaru, sumado también a subrayar lo inquietante que es el ascenso de una militante que quiebra ciertos parámetros antropológicos.
El filme administra distintas secuencias, principalmente entrevistas y videos de archivo, que se desenvuelve en temporalidades no muy bien manejadas, donde se estiran y se redundan las ideas. Hay mucha reiteración de los spots proselitistas del radicalismo y el macrismo, editados de una manera tan jocosa como berreta.
La discriminación es un tema no esquivable. Por eso es llamativo que se tenga que entrevistar a personalidades de la Capital Federal para hablar sobre Jujuy, como si la propia provincia no tuviera capacidad intelectual para comentar lo que le pasa y reducir su rol a lo testimonial.
A pesar de ser un personaje inquietante, que jaquea cualquier situación cómoda de privilegios de clase, étnica, género y cualquier ocupación jerárquica, Milagro Sala tiene muy poca presencia en la película. Que su entrevista se haya logrado de manera clandestina, evadiendo los controles de entrada del establecimiento de su encierro, es lo único osado del filme. Porque la saturación de planos drone de la Puna podrá servir para el turismo, pero confirma una falta de agudeza visual y sonora. Mucha filmación en el aire y poco recorrido en los barrios.
Tranquilamente, habría sido una mejor película si se conformara con una extensa entrevista con aquella dirigente kolla que tambalea no solo a un pre-establecido establishment, sino también a una perspectiva naif sobre los conflictos indígenas, que el propio documental se agarra en su secuencia musical de cierre.
Por otro lado, el documental ¿Quién mató a mi hermano? (2019), de Ana Fraile y Lucas Scavino, sobre el caso de Luciano Arruga, mantiene una narración que, como nos apunta el título, tiene una suerte de referencia al periodismo de Rodolfo Walsh, en primera persona en singular. Es una extraña combinación de una perspectiva que se ejerce desde la militancia, pero también desde un novelista policial.
Así lo comprueba sus primeros segundos: vemos un intermitente paso de autos, en plena noche, con un primerísimo plano sonoro de la velocidad sobre el asfalto. Inquietante como premonitorio sobre el rol que tendrá esa autopista para la trama. Luego, pasamos al interior de una audiencia, con una serie de planos fijos, incluyendo la portada del expediente y su tamaño vertical, que nos permiten descifrar el espacio y el sentido del proceso. Todo, sin recurrir a un narrador en off. Así se filma, eso es cine, el hecho de tomar a la persona espectadora como partícipe activo.
En un manejo de montaje no cronológico bien ordenado, el filme toma los trazos de casi una década de búsqueda del niño Luciano por parte de su familia y amigues, pero en particular de su hermana Vanesa Orieta, una figura que expone una dureza facial y oral, pero sin renegar su fragilidad ante tamaña pérdida. Un sufrimiento que, en éste caso, si cumple su cualidad infinita. Si bien la podemos ver a Vanesa con megáfono en mano, leyendo fallos con los anteojos puestos o trabajando con una pala en un patio, hay una notable evasión del filme de pretender caer en su evangelización, muy recurrente en el documentalismo personalista, incluyendo Milagro, donde vemos a la rea cocinando empanadas árabes.
Y es que quizás ¿Quién mató...? se indaga sobre las implicancias mismas de pretender pararse frente a un poder que no solo encarna desde lo institucional, a veces representado con las botas y el uniforme con chaleco puesto. La secuencia donde tratan de realizar una radio abierta y son increpadas por las propias vecinas del barrio, afirmando que están hartas que hagan ruido y que quieren que vuelva la tranquilidad, es una proeza audiovisual, donde se demuestra que una lucha susceptible al romanticismo no logra comprender las implicancias territoriales que eso conlleva.
¿Quién mató a mi hermano? y Milagro exponen lo mejor y lo peor del cine denuncia. Frente a una chatura narrativa que imponen las distintas plataformas audiovisuales, las discusiones sobre cómo encara el cine a la realidad tienden a aplanarse. Denunciar al poder debe ser también un modo de confrontarlo. Y eso requiere una investigación no solo periodística, sino también humano y artístico, para descubrir una subjetividad en plena construcción que confronte con lo establecido, en lugar de buscar un iluminismo preestablecido. Toda lucha, como todo cine, es un trabajo colectivo y, por lo tanto, de extrema sensibilidad y formación. Y todo comienza siempre con una pregunta: ¿Dónde está Facundo Castro?
(Contraseña: DondeEstaFacundo)