Por Lea Ross
Tenemos dos momentos en simultáneo. Momento 1: un grupo de negros trata de penetrar, por la fuerza, al interior de una cabaña. Las personas blancas que están adentro bloquean las dos entradas. Momento 2: Una “caballería” del Ku Klux Klan sale a trote para rescatar a esos refugiados. Momento 1: Los negros siguen empujando las dos puertas; la gente blanca pierde de a poco sus fuerzas; los negros son demasiados. Momento 2: El Ku Klux Klan sigue avanzando a caballo hacia la cabaña. Momento 1: Los malvados negros logran entrar de a uno en una de las entradas de la cabaña. Al otro lado, en la segunda puerta, los blancos siguen resistiendo, pero los negros también están a punto de entrar. Primer plano de una niña blanca, abrazada a una mujer blanca mayor. Momento: 2: Ku Klux Klan aproximándose a la cabaña.
Ésta es una de las secuencias finales de El nacimiento de una nación (1915), la película estadounidense (y racista) de David Griffith. Antes de éste largometraje, el cine mantenía su perspectiva “teatral”, donde la cámara permanecía fija, los personajes se exponían en cuerpo entero y solo había un corte cuando se cambiaba la escenografía. Griffith aportó una gramática más compleja, donde al cambiar la posición de cámara y lograr un manejo más sofisticado con la noción del tiempo, otorgaba un mayor peso, identidad y autonomía al cine, y que continuó al día de hoy.
Entre sus recursos, está el montaje simultáneo, donde se enlazan y se mezclan dos o más acciones diferentes en una misma secuencia. En el ejemplo anterior, se trataría específicamente de un montaje alterno, donde se muestra alternadamente lo que ocurre en la cabaña y con la caballería del KKK, llegando a confluir en una misma secuencia, cuando los refuerzos llegan al rescate. Ésta compaginación, específica como universal, otorga un efecto de suspenso estridente, cuyas emociones empuja al espectador al anhelo que esas secuencias confluyan. En nuestro caso, para que se concrete el rescate. Así fue cómo el racismo parió el cine como lenguaje.
A pesar que resulte impensado que alguna institución republicana contemporánea legitimaría semejante obra supremacista blanca, si uno ve por lo menos su segunda parte, no es difícil hallar puntos en común con algunos preconceptos peyorativos hacia la noción de lo que, en el ahora, se denomina “populismo”.
En el filme, a partir de la asunción del gobernador moreno Lynch, mediante un fraude electoral por la entrega de “boletas”, se empieza a aplicar la convivencia interracial como política pública: los negros dejan de ser esclavos y pasan a ocupar cargos públicos, se vuelven ñoquis, holgazanes, beben alcohol, etc. La legalización del casamiento entre razas, habilita que los varones negros cometan asesinatos y violaciones a mujeres blancas cuando éstas rechazan sus propuestas matrimoniales.
El blanco adinerado aristocrático es el que mantiene la eficiencia y el equilibrio institucional, frente a la barbarie y a la anarquía que sucumbe a la sociedad, cuando la “negritud” se manifiesta en las calles. De ahí, el surgimiento del Ku Klux Klan desde la clandestinidad como restablecedora del orden.
El nacimiento de una nación es la primera película gorila, incluso antes que apareciera el primer filme peronista, que sería Metrópolis (1927), de Fritz Lang, con su búsqueda de un movimiento político que logre congeniar el trabajo con el capital.
De ésta manera, la propia película de Griffith expone en el campo, lo que no aparece en muchas películas contemporáneas contra el racismo. Si en nuestro caso, el “negro de mierda” o “cabecita negra” apuntaba al rol del poder adquisitivo frente a esa desigualdad, en el país de Abraham Lincoln, a pesar que la esclavitud formó parte de la historia económica estadounidense, varios relatos contra la discriminación a los negros se abstienen de esa perspectiva. Al quedar desclasados, los relatos se conforman con la mea culpa cristiana. Por eso no sorprende que todavía se mantengan sus lazos coloniales. Tal es el caso de 12 años de esclavitud (2013), con sus insistentes exposiciones de flagelaciones, y que aun siendo dirigida por el afrodescendiente Steve McQueen, su productor Brad Pitt, blanco y rubio, aparece en escena como un reluciente Jesucristo para salvar el pellejo al protagonista.
Tenemos ahora otro montaje simultáneo, con dos momentos. Momento 1: un avejentado negro, sentado en una vivienda, comparte con un grupo de jóvenes integrantes de lxs Panteras Negras, sobre un terrible caso de linchamiento contra un niño negro, ocurrido a principios del siglo 20. Momento 2: se prepara una ceremonia de la versión setentista del Ku Klux Klan. Momento 1: el viejo les cuenta a las Panteras Negras que cuando mataron a aquel niño, se había estrenado en el mismo año El nacimiento de una nación. Momento 2: el evento del Klan concluye con la proyección del mencionado filme.
Ésta secuencia forma parte de la película El infiltrado del KKKlan (2018), una de las últimas películas de Spike Lee, cineasta que ha problematizado sobre el tema a discutir y que, después de algunas obras flojas, vuelve al ruedo en ésta comedia negra, inspirada en un hecho real, pero aprovechando el libertinaje que ofrece la ficción. Sobre esa secuencia mencionada, se trata de un verdadero ensayo meta-discursivo, donde la función de planos y montajes utilizados por Griffith, ahora son aprovechados por Lee, en donde recurre al montaje simultáneo para que, dentro del mismo, refiera a la película que la pergeñó. La ironía no solo no se reniega de la herencia recibida por aquel ingenioso narrador, sino que contraataca con sus mismas herramientas, y a la vez permitiéndosenos advertir que la serpiente dentro del huevo se torna más visible con la llegada de Donald Trump al poder. El final de la película es una abrupta bajada de línea, y que verla hoy se torna un pronóstico evidente y no menos acertado.
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