Por Paul Noguerol
La cuarta publicación del dossier “Escrituras de #Cuarentena, una crítica política de la cultura y la lucha de clases”, una iniciativa conjunta de las revistas Sonámbula y La Luna con gatillo, es una reflexión de Paul Noguerol sobre el renovado éxito de La Peste, de Albert Camus, en medio de la pandemia. A lo largo de toda esta semana iremos compartiendo artículos de ambas revistas con distintos acercamientos a la pandemia mundial desde la cultura.
Escribo sin poder sustraerme de una realidad en la que gran parte de la actividad mundial se encuentra suspendida, en pausa por la pandemia de coronavirus, una enfermedad que se propaga a una velocidad espasmódica, aunque no son espasmos lo que produce sino síntomas que tienen más que ver con tos, fiebre y dolor de garganta. Ya hemos escuchado miles de veces estas descripciones y puede que este texto pase a formar apenas una parte más del conjunto inabarcable de escritos en torno a este suceso. En cualquier caso, lo más seguro es que no tenga la trascendencia suficiente como para seguir siendo revisitado a lo largo de los siglos, como sí la tuvo el de ese cronista que trascendió a su tiempo y a todos los tiempos relatando el desarrollo de una epidemia en a ciudad de Orán, un símbolo de todas las pestes por venir.
A principios de marzo de 2020 en Italia, uno de los países con más víctimas letales del coronavirus hasta el momento, La Peste de Albert Camus fue uno de los libros más vendidos y leídos. Siguiendo la dinámica de una pandemia, esta tendencia se repitió en otros países y tuvo sus propios efectos colaterales: Cientos de memes, comentarios de gente que no la leyó pero no quiso dejar de opinar, algunas citas y críticas intelectualoides como la de Mario Vargas Llosa, que intentó desprestigiar a un libro que por muchas razones se sigue leyendo a 73 años de su publicación original.
No se trata de ponerse a buscar errores o imperfecciones en el texto más conocido de Camus o de tratar de desvalorizarlo en la comparación con otras obras del mismo autor quizás más concisas ni, por el contrario, de alabar acríticamente su obra. Mucho menos de adjudicarle cualidades nostradámicas o predictivas. Entonces, ¿por qué puede interesarnos leer La Peste hoy?
Cualquiera que haya leído la novela puede haber experimentado un mínimo espasmo al ver a Camus definido como “cronista”. En efecto, la definición es extraña porque él no fue testigo de los hechos que se narran en su novela. Es más, esos hechos ni siquiera sucedieron en la realidad y Camus imaginó el trágico impacto de la peste en la Orán en 1947, basándose en un célebre ataque de peste bubónica que la ciudad sufrió en 1849, además de otras epidemias que la golpearían más adelante.
Esa crónica ficticia, escrita en una tercera persona más omnisciente que la que suele usar una crónica “real” pretende ser un estudio detallado de la experiencia humana en una situación extrema. Una de las razones de su renovado éxito actual puede deberse a que es una inagotable fuente de comparaciones con la situación que hoy experimentamos. Ya en las páginas iniciales surgen miles de analogías cuando vemos que los habitantes de la ciudad en un primer momento se niegan a aceptar la gravedad de la situación, para luego ir entrando en razón gradualmente. Más adelante, experimentamos junto a ellos la dejadez y el tedio que los lleva a abandonar las precauciones, proyectando la actitud que hoy aparece en nuestro país con respecto a la enfermedad, cuando ya nos estamos cansando de la cuarentena y el aislamiento.
De sus páginas se pueden extraer postales que parecen instantáneas del coronavirus. Los chistes que circulan acerca de la peste cual memes del siglo pasado, las falsas curas y los mitos acerca de la enfermedad, el renacer de las viejas supersticiones y la crítica al discurso religioso, expresada desde el fuerte ateísmo de Camus; También avivadas como las de los viajantes que ante la obligación de exiliarse aprovechan para vacacionar (aquí vimos a miles que aprovecharon la cuarentena para irse a la costa) o la del contrabandista que logra postergar su condena porque el interés de la justicia y de la opinión pública se concentran en la peste (como pasó con los rugbiers de Villa Gessell que pasaron al olvido o con el intento del genocida Alfredo Astiz de obtener la prisión domiciliaria).
Si las referencias están a la orden del día, es porque Camus, más que un cronista que relata un acontecimiento en primera persona, opera como el cronista de un sentimiento propio del momento en el que escribió su obra: el vacío existencial de la posguerra. Allí, su filosofía del absurdo surge como una respuesta a la pregunta de cómo seguir con la vida después del horror.
A simple vista pareciera que el pensamiento de Camus es pesimista, pero lo cierto es que mantiene su fe en la humanidad. La vida es un constante absurdo, sí, pero se puede sobrellevar si asumimos lo que nos acontece. Una analogía que se suele usar para entender algunos aspectos de la filosofía estoica se puede aplicar a este pensamiento: si un perro es arrastrado por un carro, puede dejarse arrastrar o caminar al ritmo del carro. Para Camus asumir la existencia implica caminar al ritmo del carro. No se pueden cambiar las circunstancias, pero se pueden asumir, haciendo la vida más llevadera. La vida es absurda y sin sentido, pero las personas pueden encontrarle uno.
Así como para el autor la aceptación del absurdo plantea nuevas razones para la existencia, el escenario de peste plantea nuevas condiciones para la ciudad. Bajo esas condiciones, la vida humana vale por sí misma y ya no por causas superiores a las personas, tales como la fe en dios o en alguna ideología. Para el autor francés lo que importa es el apoyo mutuo y la libertad individual. De esta manera, la peste en la ciudad es un símbolo de la vida como absurdo.
Desde estas premisas, la obra es una defensa de la libertad de las personas, y una crítica de las formas en que la libertad puede ser restringida en nombre de un bien superior. Para Camus, la libertad está antes que cualquier cosa, habilitando la colaboración en función de ella. Para afrontar las vicisitudes de la vida el autor propone un “individualismo solidario”. Como ejemplos, en el libro podemos ver la colaboración de personajes muy disímiles, principalmente Rioux, el médico agnóstico que salva vidas; Tarrou, un hombre creyente que se define a sí mismo como un “santo”, y el sacerdote Paneloux.
Quizá siguiendo un modelo rousseauniano, en esta obra las personas son naturalmente buenas y lo que las hace malas es la ignorancia. Por lo tanto, no existe el heroísmo como tal. El valor de las personas no está en los premios ni los castigos, así como no está en la moral de Dios ni en ninguna ideología, sino en ser consecuentes con la verdad, en conocer y actuar frente a la situación que se nos presenta. Por eso para Camus estos personajes son modelo de virtud.
Algunas de estas ideas justifican la persistencia de las páginas de La Peste en estos tiempos en los que la angustia existencial está a la orden del día y el absurdo de la vida diaria se vuelve simultáneo y global a través de Internet y los medios de comunicación, que muchas veces contribuyen a dispersar la ignorancia.
Como ese que soplaba en la ciudad de Orán, el viento del existencialismo sigue vivo en nuestros espíritus, tal como lo dejan ver ficciones que hoy tienen una fuerte presencia en nuestras vidas, entre las que se destacan series de culto como The Good Place o Bojack Horseman. Ante las situaciones extremas, replantear nuestra existencia resulta un acto espontáneo. Y acercarnos a una historia con tantas analogías y semejanzas con nuestra actualidad implica un acto de valentía. Enfrentarse a ese espejo negro que refleja toda nuestra oscuridad es una manera de conocer la realidad desde otra perspectiva, pero también puede ser un hechizo malicioso y no siempre deseable. Sin embargo, después de estar en contacto con las ideas de este pensador francés de hace más de medio siglo, agradecemos haber abrazado el absurdo y encontrado sentido en el medio de la tortura y la desazón, tal como el Sísifo que Camus supo imaginar bajando la cuesta, después de haber empujado por enésima vez la famosa roca hasta la cima, que en lugar de una mueca de tristeza lleva en su rostro una sonrisa.