Por Tomás Astelarra
“Nuestra tarea: organizar la libertad colectiva”
Raúl Zibechi
Si algo viene demostrando esta pandemia (o al menos esa es la conciencia que parece aflorar por estos lares) es que en el campo neorural hay mejor calidad de vida que en las ciudades. Sobre todo en tiempos de crisis. Hay un par de vecines psicolócos guarda vieja que de pura chimba estaban por estos pagos cuando se declaró la cuarentena. Tienen una casita bien equipada en el barrio con paneles solares y plantas de abrilcogollosmil. “Después que pase esto más de uno va a replantearse la vida en las ciudades”, me dicen mientras cocinan con delicias orgánicas y ofrendas de la madre tierra que viene cultivando su hijo. Al toque le conseguimos el botiquín necesario para sus defensas: kefir, maca, tintura de equinaccia, ferne casero, porotos negros orgánicos del movimiento campesino y otras especias. Encima como no son gente rica ni famosa no tienen el quilombo de Tinelli que se quiso ir a Esquel a pasar la cuarentena y casi te diría que se le arruinó la carrera política. “Vas a ver que le va a salir el tiro por la culata, que mucha gente con esto se está dando cuenta que el sistema no sirve pa nada, que los empresarios cada vez que las papas queman se borran o hacen cagadas, que los gobiernos progresistas con todas sus cuitas responden mejor que los fachos, que los tortugas ninja tienen menos criterio que un mormón, y que en el campo definitivamente se vive mejor”, me dice el Jipi, que atravesó el monte pa laburar un día en la casita. Al final el barrio es como una gran familia solo que en vez de acuartelada en un monoambiente desperdigada en varias hectáreas de monte.
Es cierto que todes estamos tomando precauciones, tomando medicinas, saliendo muy poco, a veces evitando el saludo de beso o compartir el mate, un poco alterados por el sobreexceso de información y la falta de criterio de la policía que parece que se llevó un pibito que andaba caminando por la montaña lejos de cualquier contacto humano y lo metieron en una celda citadina pa rociarlo de lavandina (ese extraño criterio educativo que tienen las fuerzas públicas).
También muches se quejan que no los dejan circular con sus producciones pa entregar puerta a puerta. Pero al toque con un llamado a las autoridades municipales o incluso provinciales, organizaciones amigas con contactos, logramos mantener el local cooperativo abierto y albergar a les productores que se quedaron sin boca de expendio, conseguir subsidios y una chata que va y viene con autorización del comisario repartiendo productos de la economía familiar, local, autogestiva y amorosa. Quesos, harinas, platas coloidales, huevos, budines, granos y verduritas orgánicas, al final de cuentas no es tanto lo que se gasta en comida, la mayoría no paga alquiler, ni luz, ni obra social y con las diez lucas que tiró el gobierno, más los morlacos que quedaron del verano se puede tirar un par de quincenas. Eso sin contar les vecines solidaries que andan repartiendo zapallos, paltas, uvas, nueces y otros menesteres. No es tan difícil salirse de la lógica diaria de productividad y consumo masivo. Si no anda el wi fi, siempre hay buenos libros dando vueltas, y la cuarentena se aprovecha pa descansar, tirarle una onda al rancho, poner unas semillitas de otoño (ahora que parece que por fin se viene el apocalípsis) y ver si es cierto que se viene la fase final del nuevo orden mundial. Quizá, como dice el Jipi, les salga el tiro por la culata. Las protestas en Chile, Francia o Hong Kong se vuelquen a la creatividad de resistencia comunitaria y autogestiva. Muches en el margen de creer o no en el positivismo científico del dizque desarrollo ilimitado, sin tener que darse cuenta que el sistema capitalista es metáfora de muerte, tal vez reflexionen que las cuentas no cierran, que bien puede caerle la muerte de todas formas, que no solo se puede morir de dengue o un balazo paramilitar sino también de un virus que no se sabe si es invento de los gringos o los chinos, pero que ciertamente es poco creíble que sea un factor ajeno al sistema, alguna amenaza externa que nos declara la “guerra”. Ya vimos suficientes películas de Hollywod. ¿No cierto Lea Ros?
Mientras camino cayendo la tarde rumbo a lo de una vecina con luz y wi fi a escribir esta columna escucho las voces de les niñes jugando, o les padres llamándolos a cenar, el apu champaqui se ve precioso con sus naranjas y hay una quietud, un brisa fresca, que más que cuarentena parece bien característica del otoño, de esa época del año donde se van los turistas y se empiezan a preparar las salamandras, los ruidos se aquietan. Me siento como cuando fuimos a Usuahia y, salvo por la información poco comprobable físicamente de que se trataba del culo del mundo, nada parecía indicar que esas montañas fueran diferentes a las de El Bolsón. “¿Me podes explicar pa que carajo gastamos tantos litros de nafta en venirnos hasta acá?”, recuerdo me pregunto el Chino.
Esto es algo parecido, salvo la inquietud poco comprobable físicamente del tal coronavirus (no existen afectados todavía en la población local, mucho menos entre les conocides) parece un otoño cualquiera. Igual a la mente le gusta flashear con una chata de policía persiguiéndome y yo huyendo campo traviesa como escena de la resistencia francesa en la segunda guerra. Pero pasa un vecino en moto y saluda rumbo a la tienda, y llegó y mi amiga me ceba un segundo mate, sonríe y declara: “Esto esta muy bueno. Seguramente no dure mucho”.
Ilustración: Nico Mezca