Producida por Netflix y por el mismìsimo Barack Obama, la película referencia pero sin explicitar los conflictos entre Estados Unidos y China, desde el interior de una fábrica tomada por capitales asiáticos.
Por Lea Ross
El conflicto entre clases sociales ha pisado fuerte en la última ceremonia de los Oscar. Y no solo por el triunfo de la no parlante inglesa Parásitos a Mejor Película (ficcional). La ganadora a Mejor Documental, American Factory, distribuida por Netflix y primera obra hecha por la flamante productora Higher Ground, creada por el ex presidente Barack Obama y su esposa Michelle Obama, ya había recibido un premio a Mejor Dirección en el Festival de Sundance. Pero lo que generó más revuelo fue cuando su co-directora, la reconocida documentalista cincuentona Julia Reichert, declaró en la ceremonia que esperaría que “el mundo fuese mejor si todos los trabajadores del mundo estuvieran unidos”. El supuesto prafraseo al manifiesto de Marx y Engels recalcitró a más de un adherente al republicanismo conservador, sobretodo los que compararon a aquel moreno líder demócrata con “Osama”. Pero dejando a un lado esa efervecesencia reaccionaria, el filme representa más de lo que enuncia.
Todo apunta a una fábrica de un pueblo del distrito de Ohio, de una manera similar a la casa en disputa de la mencionada película surcoreana. Allí, en 2007, la General Motors (empresa que, en más de una ocasiòn, ha sido blanco en la pantalla grande por parte del subgénero de denuncia, empezando por Michael Moore) habìa cerrado sus puertas, lo que generó importantes pérdidas de trabajo. Reichert, junto con su compañero Steven Bognar, habían realizado un cortometraje con testimonios de esos habitantes, y que también les permitió una nominación al Oscar. Ahora, volvieron al lugar al enterarse que la corporación china Fuyao decidió comprar el inmueble para reactivarla y producir parabrisas. La expectativa laboral re-florece en la comunidad. El resultado será disimil.
Por su reconocimeinto en sus trayectorias a nivel general, y por su preocupaciòn sobre la situación socioeconómica del pueblo en particular, la dupla Reichert-Bognar se le ha permitido registrar por distintos espacios, dentro y fuera de la fábrica, sobre cada detalle del arribo de los capitales asiáticos y el cambio de paradigma que eso ha generado en la conformación por parte del personal. El pase del fordismo al toyotismo es una radicalidad deprorable para los laburantes autóctonos.
El “choque cultural” entre la filosofìa empresarial-oriental con el costumbrismo obrero estadoundiense pareciera ser el eje organizador en la película. La nueva patronal inculca una determinada organizaciòn, basada en la disciplina, el compromiso y el detallismo, casi como un regimiento militar. Lo que padecen las consecuencias a nivel corporal son los que ejercen las fuerzas productivas. Como en Parásitos, los que parasitan al sector más pudiente no aceptarán que su fábrica se infeste de una conformaciòn sindical.
Los testimonios recolectados se obtienen de los dos lados del mostrador, incluyendo al mismísimo CEO de la compañía. La supuesta simetría no escapa que se haga juego sobre las miradas estereotipadas de las figuras confrontadas entre el “regimentado” chino y el “flojo” obeso norteamericano. Pero sin duda que la película confía más en la palabra de sus trabajadores. Sin narrador en off y ni un personaje que centralice los reclamos, cada trabajador comenta sus pesares, sus cambios de hábito, incluso aquellos que sufrieron un siniestro laboral. La confianza se llega a punto tal de exponer un registro de audio encubierto, que destapa una maniobra poco ética para complotar contra la agremiación.
La película incluso tuvo la oportunidad de filmar en China, durante la secuencia en donde parte del personal americano conoce la dinámica de una fábrica china en su país de origen. En una escena que transcurre durante una cena, se expone incluso las nociones contrastables sobre los criterios estéticos. Mientras les asiátiques danzan y cantan con referencias explícitas al objeto en producción, les norteamericanes tienen su momento dionisíaco, al ritmo de “Y.M.C.A.” con los Minions de fondo.
Lo que aparenta ser una película sanderista, en referencia a la figura polìtica anti-corporativista en ascenso Bernie Sanders, el costado obamista pasa por aquello que el filme no enuncia, que son los intereses geopolíticos en disputa. Su supuesta inocencia humanista es en referencia a esa pérdida de identidad que hay en parte de la colectividad norteamericana, sobre qué rol tendrían en el mundo ante la posibilidad de una reconfiguración de nuevas potencias económicas en ascenso. La referencia explicita de un testimonio que dice que Fuyao es peor que GM no parece ser pasajera.
Así como un típico filme bélico, incluyendo la que no ganó como fue 1917, donde el plano cinematográfico se construye para un sensibilismo de alta intensidad para sacar de cuadro las raíces que empujan a una atroz decisión como es una guerra, el filme se conforma con esa incertidumbre sobre el devenir mismo del proletariado global, pero sin profundizar el ascenso y disputa de los bloques que prentenden llevarse las principales ganancias del mundo.
Amercian Factory es una película que se le reconoce su sensibilidad, pero condicionada sobre su propia lectura política. Su verdadero peso está en su propia preocupación hacia la resolución misma de ésta supuesta era pos-laboral, donde la mecanización pretende ahora reemplazar a la mano de obra humana. Los robots no tienen patria. Y en ese andar a paso redoblado, sean yanquis o chinos, el destino dice ser incierto. Pero que cuente con la producción de un ex presidente, la baja de capacidad de respuesta ante esa duda es dudosa. Basta con un simple cierre de su directora, al momento de recibir un premio, para demostrar lo contrario.