Por Mariano Pacheco
Quilmes/Boedo, una lectura en tren desde el Conurbano Sur.
Leo el libro de un tirón. Termino El oficio de narrar, de Kike Ferrari, en el mismo momento en que escucho por el parlante del tren: “usted está en la estación Maximiliano Kosteki y Darío Santillán”. Nombre largo, si los hay. Antes, antes de que mataran a mi amigo Darío y al compañero Maxi, la estación se llamaba Avellaneda. Pero luego de ser rebautizada Darío y Maxi, y de una lucha que se mantuvo años, ahora la estación lleva formalmente el nombre de los militantes asesinados el 26 de junio de 2002.
Imbuido con pasión, desde hace meses, en textos filosóficos y políticos, me viene costando encontrar literatura que “me enganche”, como se suele decir en el habla cotidiana. Pero este texto sí logró que, al menos por un buen rato, no observara por la ventanilla, no consultara los mensajes en el celular, no escuchara la voz de los vendedores ambulantes, en fin, el texto logró que perdiera “noción del tiempo y del lugar”, como canta Andrés Calamaro.
No diré nada del contenido del libro, porque es muy breve y vale la pena hacer la experiencia de leerlo sin ninguna pista previa, de tenerlo entre las manos, ya que cuenta con una cuidada edición de la editorial Tanta agua.
Solo quisiera compartir este fragmento, que quizás sea acaso el que más me gustó del libro:
“Interrumpo la novela --por la que ya me pagaron, que debo entregar en unos meses; una novela polifonica y desquiciada-- para escribir esto: el relato íntimo de un fracaso, la lengua entrecortada en que se hilvanan mis miedos, un diario de viaje imposible, la voz muda de un río cristalino que se enturbia mientras se aleja. Los apuntes de lo que todavía no le fue rebelado.
Tengo dudas, cansacio, miedo, pienso pero no tengo apuro.
Una de las cosas que aprendí del oficio de narrar es que cada historia tiene su propio tiempo de sedimentación. Y que es inútil luchar contra eso”.
P.D: Las ilustraciones son de Apo (Apo Apontinopla en Instagram)