Una idea sobre el primer capítulo de la serie animada, entre su parto navideño y su escepticismo sobre la espera celestial.
Por Lea Ross
La familia es un sistema caótico que tiende a lograr un equilibrio. Como cualquier otro panorama termodinámico, hay variables que logran acelerar la homeostasis y llegar a esa anhelada etapa desde afuera de ese sistema. Es así, que las películas (en particular, las estadounidenses) que tienen como tema la Navidad, siempre tienen un deus ex machina, un personaje que resuelve el principal conflicto de la trama y, por ende, logra la condescendencia propia de la familia como unidad funcional.
Desde los enviados en el cielo que aparecen en un clásico como ¡Qué bello es vivir!, hasta un milagroso salvataje a tiempo de extraños sujetos con arrapos en la contemporánea Mi pobre angelito (la 1 y la 2), pasando por las mediocres familieras del domingo hasta todas las adaptaciones del clásico de Charles Dickens, las películas navideñas definen aquella celebridad, bajo el preconcepto cristiano, como el momento culmine del año dispuesta a reforzar esos lazos que garanticen la prosperidad de una moral burguesa, que legitime las bases propias de un modo de organización social. Incluso las que podemos definir como anti-Navidad como las películas de Tim Burton, Gremlins, El día de la bestia y Duro de matar, ya que la paz normativizada es puesta en peligro, pero salvada a tiempo por algún que otro peculiar protagonista que, en algunos casos, está dispuesto a cargar con municiones al grito de “Yippiekiyay, motherfucker!”.
En medio de todo eso, se encuentra lo que se ha definido como el primer capítulo en toda la historia de la serie animada de Los Simpsons. Estrenada en diciembre de 1987, se trató de un especial de Navidad, realizada a posterior de los cortometrajes de los mismos personajes, que se transmitían en el programa de televisión The Tracey Ullman Show. Desde entonces, consiguieron su autonomía y convertirse en el serial más duradero de la historia.
Este capítulo es un cuento de Navidad: una familia en crisis que logra obtener su felicidad a último momento. Allí, se presenta toda esa disfuncionalidad que caracterizará a la familia durante las próximas décadas: el desencanto paterno (Homero figura como el único tutor que se aburre del evento escolar), el dilema juvenil sobre la rebeldía y el acercamiento edípico (Bart espera que su calavera tatuada sea del agrado de su madre), la frustración del desempeño infantil (Lisa no consigue que le regalen un poni), la opresión laboral (tanto en la quita de indemnización de la planta nuclear como la baja remuneración por disfrazarse de Papá Noel), el consumismo y la competencia como la vía legitima hacia la dignidad (la depresión de Homero al comparar los adornos de su casa con la de Flanders), etc. Con el correr de los capítulos, los personajes secundarios van teniendo su propio peso hasta lograr un mapa geográfico sobre ese territorio denominado Springfield. Pero para entonces, Springfield solo es un muestreo de algo que está presente en cualquier ciudad corriente: la desigualdad como sustento material de todo conflicto social.
Y es que si algo sabemos de esta serie es su mirada ácida, absurda, mordaz e inquietante sobre ese mundo que les ha tocado. Son testigos directos que con la caída del Muro de Berlín y del fin de las ideas, y que con eso no ocurrirían acontecimientos históricos relevantes, todo pronóstico fue desacertado. No así, el freno a la incertidumbre sobre el devenir de la aldea global sin una guía espiritual.
El personaje de Barney -arquetipo de aquel que conoce las calles, antes que lo veamos en próximos capítulos bajo el alcoholismo más atroz- le insistía a Homero que el dinero fácil estaba en apostar al perro Rayo en las carreras de galgos. Pero Homero, se dejó influir por el nombre de “Enviado de Santa Claus” como una señal divina para lograr su propósito. Bart decide darle ánimo por lo que le inculcó la televisión sobre lo que comentamos anteriormente: siempre aparece un milagro que salve la Navidad (en realidad, la familia). Debe haber un deus ex machina.
Si el deus ex machina de este capítulo navideño fue ese perro galgo, el que logró ese milagro de la felicidad, pero no bajo las convenciones que inculcó la televisión sobre la aparición de un evento estadísticamente imposible (que era ganar la carrera) es porque es en el cotidiano donde los Simpsons vieron frustrados por la esperanza celestial. No hay un plan divino que los salve.
La Navidad fue el que parió a Los Simpsons. Pero también, fue su escepticismo de pensar que solo se podía esperar algún evento extrasensorial que haga temblar el mundo. Los eventos mundiales de los años noventa y del presente siglo les dieron la razón.