Por Sergio Job*
El clima era tenso, pero sabíamos que hacíamos lo correcto, lo justo. Estábamos diciendo lo que en Bolivia estaba prohibido decir: aquello que la gente humilde, que las mujeres de pollera nos contaron en cientos de relatos. Acabábamos de decir frente a la prensa cipaya boliviana que lo que vimos y vivimos esos días en La Paz era una dictadura, así, con todas las letras, y con toda la violencia que esa palabra trae consigo. Es que en Argentina sabemos de los horrores de que son capaces las aves de rapiña imperialista y sus gestores locales, treinta mil desaparecides mediante, lo sabemos con creces. Por eso era necesario y urgente hacer lo que estábamos haciendo: interrumpir el silencio instalado por el terror.
Terminamos la conferencia y subimos rápidamente al colectivo que nos esperaba fuera del hostel (que contrario a lo que divulgó la prensa pro-golpista boliviana, era un hospedaje más que humilde en la Calle 5 de El Alto, donde cada habitación tenía dos camas matrimoniales que compartíamos con un compañero, en mi caso con el Turco; donde sólo había una canilla para la ducha; y donde algunos durmieron en el piso porque no alcanzaban las camas). Subimos rápida y nerviosamente, es que luego de la conferencia los grupos de choque (patotas parapoliciales) del Ministro Murillo, Añez y Camacho ya sabían dónde estábamos de manera abierta. Antes seguro también lo sabían porque la vigilancia y persecución por parte de inteligencia estatal fue permanente, pero ahora lo sabían de manera pública y llevábamos días recibiendo amenazas y agresiones de todo tipo. Subimos rápida y nerviosamente porque sabíamos que la verdad está siendo perseguida y castigada en el país hermano. Subimos rápida y nerviosamente porque a esa altura entendíamos cabalmente que estábamos frente a una dictadura cruel y desvergonzada.
El colectivo nos llevó hasta el aeropuerto donde el grueso de la delegación partía de regreso a Buenos Aires. Los cordobeses nos quedábamos dos días más con la tarea y esperanza (luego frustrada por la persecución que seguimos sufriendo) de recolectar algunas entrevistas más. Cómo sabíamos que la situación era jodida, los cinco que nos quedábamos buscamos un rincón del aeropuerto donde “nadie nos viera”, para evitar nuevas agresiones en contra nuestra mientras esperábamos que el grueso de les compañeres hiciera el check-in, hasta que la gente de la embajada argentina nos llevara al nuevo hostel donde íbamos a pasar los dos días que teníamos por delante.
En ese rincón había unas pocas personas, y como estaba alejado parecía seguro. Cuando estábamos llegando y a pesar del gorro y la mirada distraída que intentábamos para que no se nos identificara (con esa ingenuidad absurda de cuando uno es niño y cree que tapándose los ojos desaparece a la mirada ajena), una mujer de pollera que esperaba sola y silenciosa en uno de los bancos, cruzó mirada y me sonrió ampliamente. Le devolví la sonrisa, entendí al instante que me había reconocido, por suerte esta vez “para bien”. Me siguió con la mirada, esperó a que acomodara mi mochila en la fila de asientos que tenía a su espalda, giró y me extendió la mano, envolvió la mía cuando se la tendí con ambas manos, y con una dulzura cargada de dolor, me dijo “gracias” mientras de sus ojos empezó a brotar un arroyo de lágrimas que le costó varios minutos secar.
“Gracias por decir lo que aquí está sucediendo”. Y empezó a contarme que ella era de Santa Cruz, comunicadora, y que su madre vivía en Sacaba en Cochabamba y que aún estaban viviendo bajo un régimen de terror luego de la masacre. “¿Cómo es tu nombre?”, “Sandra, y soy una Bartolina”, “Gracias compañera”, “Gracias a ustedes por la valentía” insistió mientras recobraba cierta paz y terminaba de secar sus lágrimas. Luego me contó lo difícil que está caminar en el centro de Santa Cruz con pollera, y me explicó que su trabajo queda a tres cuadras de la plaza central. Que cuando camina tiene que soportar todo tipo de insultos y amenazas, pero que ella no va a dejar de usar pollera. “Tienes a los grupos de cruceñistas que se juntan por ahí a beber, y cuando vas pasando te dicen que eres una india sucia, que no debes estar ahí, que estás jugando con tu suerte. Y yo les digo que quizás sí, pero que tengo derechos y no voy a esconderme. Igual, la mayoría de las veces no respondo nada”. Y levantando la vista, en evidente referencia al video en que algún integrante de estas bandas parapoliciales se ensañaba en insultarme a mí y a otros compañeros en el aeropuerto de Santa Cruz, me dijo mirándome firme y digna: “pero hay que tener mucha fortaleza para no contestarle a los ignorantes, está muy bien no contestarles porque son ignorantes, violentos e ignorantes”.
“¿Estás viendo no?” me dice, mientras yo de reojo ya había identificado a quien claramente era un servicio de inteligencia sacándonos fotos con el celular. Acto seguido, otro más que sin dudas era un policía de civil, se acercó y se sentó a tres sillas de nosotros. Sacó el celular e intentó fotografiarnos o filmarnos. Mis compañeros cordobeses advertidos por nosotros, sacaron sus celulares para fotografiarlo a él, por lo que incómodo guardó su celular, se levantó y se fue. Mientras Sandra hablaba, un tercer hombre se acercó ahora por mi izquierda y sacó su celular y nos fotografió. Así está la situación en Bolivia.
Luego la gente de la embajada argentina nos avisó que nos íbamos. Custodiados, en un auto blindado, con nervios evidentes también en el personal que debía garantizar nuestra seguridad en ese momento, nos llevaron hasta un hostel ubicado a unos escasos metros de la embajada donde “íbamos a estar seguros,y sino la embajada está cerca para que se resguarden”, nos advirtió el funcionario. Una vez dentro del hostel y mientras nos registrábamos, apareció la administradora del lugar, saludó muy amablemente, y en el instante que nos miró, le cambió la cara, cuchicheó algo con su empleada, se metió hacia dentro por una puertita por el costado, se la escuchó balbucear algo al teléfono, salió nerviosa y pidió hablar con el encargado del grupo. Le dijimos que no había uno, pero que hablara con cualquiera. Nos explicó amablemente que ellos “eran neutrales”, que podíamos quedarnos, pero que “esta noche hay una fiesta en el hostel, donde va a venir mucha gente que no los quiere a ustedes, entonces les pedimos que no salgan de la habitación”. Le dijimos que respetaríamos eso, y solicitamos reserva sobre nuestra estadía en ese lugar (ya era de noche como para salir a buscar otro sitio, sumado a lo peligroso que era salir solos). Con cierta intranquilidad decidimos quedarnos en el cuarto que se volvió prisión.
Dos días después, habiendo podido algune compañere solo salir a alguna entrevista, siempre bajo medidas de seguridad y comunicación muy estrictas, abordamos el avión de vuelta. En la escala en Santa Cruz, mientras aguardábamos subir al avión y dentro de la sala de embarque, se presentó nuevamente un agente de Interpol que ya había sido protagonista de la vergonzosa situación que sufrimos al arribar, cuando nos separaron del resto de pasajeros, nos amedrentaron, sacaron fotos a todos nuestros documentos y pasaportes, y un largo etcétera, y nos pidió identificación a todos, e iba verificado con una lista que tenía en el celular donde aparecían también las fotos de los dnis que habían sacado hacía unos días, mientras nos preguntaba con insistencia “¿donde está la que falta?”, en clara referencia a nuestras compañera que había ido al baño.
No es importante lo que nos sucedió a nosotres en Bolivia, sólo relato una situación concreta para dar cuenta de lo que se está viviendo en el país hermano, lo que ese pueblo está sufriendo en manos de una dictadura de nuevo tipo que se instaló y sostiene en base al terror generalizado. En Bolivia hay un Golpe de Estado que está persiguiendo, atacando, asesinando y torturando a su pueblo. Y eso tiene que quedar claro para todos y todas.
* Sergio Job es integrante de la Delegación Argentina en Solidaridad con el Pueblo Boliviano.