La última epopeya del director de Taxi Driver y Buenos muchachos retoma lo más glorioso de su filmografía, pero a la vez sobrecargando una melancolía tan angustiante como saturada.
Por Lea Ross
¿Cómo definir ese enorme trazo grueso que divide la lealtad de la traición? ¿Qué tan gruesa puede ser? Un cuarto de siglo después, la dupla Robert De Niro – Martin Scorsese vuelve a juntarse, junto con Joe Pesci, completando una tríada afrodisiaca. Y si le sumamos la inédita participación de Al Pacino, conforman un cuarteto endemoniado para emprender la última batalla épica del realizador de Taxi Driver y Toro salvaje, frente a un viraje perceptivo sobre el cine capitaneado por ese fenómeno llamado Netflix. Ese mismo que solo le garantizó proyectar El irlandés durante una semana en las salas de cine tradicional, ahora es subida a partir de ésta semana a esa plataforma de pantallas pixeladas, y con el riesgo de comprimir su proyección al tamaño de un teléfono celular. Una epopeya dentro de la otra.
Basado en un libro escrito por un investigador, el irlandés del título es Frank Sheeran (De Niro), un veterano de la Segunda Guerra Mundial, que deja su labor como camionero y ladrón de poca monta para meterse de lleno en el crimen organizado de Filadelfia, comandada por italoamericanos, bajo su labor principal como matón. A pesar de su raíz nacional diferente, Sheeran maneja bien la parla italiana por su pasó por el conflicto bélico. Sumado a su valorización de acatar órdenes, encandila los ojos del capo Russell Buffalino (Pesci), para luego entablar otros negocios y amistades con Jimmy Hoffa, interpretado por un histriónico y cascarrabias Pacino, que por primera vez trabaja para Scorsese. Hablamos de un personaje verídico: un poderoso sindicalista, cuya misteriosa desaparición sin resolver en 1975 lo convirtió en un emblema cuasi pop de la cultura estadounidense.
Pero Hoffa no es el protagonista. Las tres horas y media de duración se enfocan en Sheeran y de sus intrincadas relaciones entre los negocios ilícitos y la política. Pero sobretodo, en las amistades. Así, el intimismo se torna épico, muy raro en estos tiempos hollywoodenses. Son esas relaciones entre el sicario y los jerarcas que no se frenan ante sus diferencias de clase o de patria. Incluso llegando a un nivel matrimonial, donde De Niro y Pacino comparten habitaciones y dialogan en piyama.
Un verdadero logro es que dentro de su extenso metraje, el relato se componga de saltos temporales impensados, intempestivos y abismales. Todo con destacada fluidez y sin tropezarse en ningún tramo, aun cuando haya flashbacks dentro de otros flashbacks. Una valerosa labor de montaje a cargo de Thelma Schoonmaker. Sin mencionar el despliegue de una banda sonora dotada de blues, pero también de otros estilos disimiles y por fuera de los límites temporales: memorable la armónica de Jean Wetzel, que nos remite a El padrino, mientras De Niro y Pesci degustan de un pedazo de pan con vino.
Pero detrás de todos estos logros que se resaltan en El irlandés –que no son aislados, sino que conforman una verdadera joya cinematográfica- su propio límite tal vez sea su pathos. No parece ser casual que éste filme sea estrenado el mismo año de la polémica declaración de su director al dudar de la calidad narrativa de las películas de superhéroes de Marvel, donde además se queja que ocupan extensas funciones del circuito comercial, en detrimento de su última obra, relegada ahora a una pantalla de computadora.
Detrás de la sorprendente “computarización” de rostros de los actores para rejuvenecerlos, llevada a cabo por el argentino Pablo Helman, se enmascara una melancolía no tan encubierta por el cineasta. Ver esas caras conocidas que actualmente superan la edad de los 75 años, pero cuyas transformaciones hacen parecer que viéramos una película de Scorsese de los años setenta y noventa a la vez, transporta un enorme cargamento de insoportable frustración. Una angustia que, incluso, lo expuso en el artículo que escribió en el New York Times sobre aquella polémica contra los tanques pesados.
Aquel irlandés avejentado en un geriátrico, donde pide que la puerta de su habitación no se cierre completamente, no es solo un pedido del viejo Sheeran. Es también la del propio Scorsese, pidiendo una mínima abertura para que persista el cine que él conocía. Que quede claro, no es un “viejo choto”, ya que sigue logrando grandes obras, tan disímiles y pegados a su lista filmográfica, como son La invención de Hugo Cabret y El lobo de Wall Street. Pero su angustia queda patentado en el hecho que, a pesar de estar presente la frescura de sus tópicos gansteriles, es la primera vez que hace una historia donde la traición o el salvataje individualista no es una opción.
En El lobo…, La última tentación de Jesucristo, Buenos muchachos, Los infiltrados, entre otros, el convertirse en una “rata” es una salida de escape indeleble para una forma de organización autodestructiva. No es el caso de El irlandés. A pesar que todos caen, todos mueren, uno por uno –de hecho, hay una seguidilla de placas que señalan cuándo y cómo morirán los personajes-, el protagonista mantiene su lealtad de no brindar información, aún con la pérdida de amistades y familiares. Lo mismo que puede sentir Scorsese frente a este incierto eón que comienza. Ambos saben que el tiempo es imbatible. Salvo en el cine.