En un rincón de la zona norte, sobre el Río Luján, se organiza la resistencia ancestral. A pesar del clima hostil generado por las construcciones privadas lindantes, el proyecto comunitario crece: el reentierro de un esqueleto de mil años de antigüedad, nuevos talleres y la memoria colectiva como estandarte, son parte de este presente de lucha.
Por Santiago Somonte
Atravesar la ciudad y llegar hasta Punta Querandí es un viaje que arranca veloz a través de la Panamericana. Un andar fluido, en la mañana de un domingo en que las familias se juntan a celebrar el día de la madre. Media hora después, los partidos de Tigre y Escobar presentan la fisonomía típica de los estados municipales en el último lustro: abundante cartelería proselitista, palmeras en fila sobre boulevares, y sobre todo, gran cantidad de cámaras apuntando a automovilistas y transeúntes. Una especie de bajada de línea explicita para locales, al margen de los enormes contrastes que tienen ambos distritos, y aquellos visitantes de fin de semana que pueblan las zonas del Delta y centros comerciales.
Tras cruzar el centro de Ingeniero Maswichtz, y las vías de un tren que va hacia el lejano norte sólo un par de veces por semana, hay una ruta doble mano sin delinear que atraviesa casas humildes, negocios pequeños, viejas quintas, y campos con algunas vacas dispersas. El camino pasa del asfalto a la tierra y el barro, generado por casi dos semanas de lluvias. Los brazos del Río Luján desvían la dirección de distintos senderos. Un par de ciclistas pedalean en modernas mountain bike, dejan atrás una pequeña rotonda y se pierden en un camino bucólico, mientras el sopor del aire parece preludiar chubascos sobre el cielo gris. A sus espaldas, un humilde pescador ajeno al entorno, espera el pique en las aguas color marrón, cerca de algunas botellas plásticas, basura acumulada y pasto crecido.
Sobre el final de un camino, tras una ribera de diez metros de ancho, se observan dos terrenos atravesados por una calle de tierra: del lado derecho hay una decena de autos abandonados pegados a un alambrado, que antecede una prolija construcción perteneciente al Opus Dei y una cámara apuntando hacia enfrente. Más atrás, separados por un lecho del río, están las casas de frentes color crema y terminaciones en madera, franqueadas por una garita y un muelle, que conforman el Country Santa Catalina: un barrio privado proyectado por Jorge O´Reilly, dueño de la constructora EIDICO y gestor de otros emprendimientos privados en la zona.
Del otro lado, la geografía y la edificación son bien diferentes. Una puñado de casas dispersas, los restos de un puente viejo y más allá, Punta Querandí. Un sitio que conserva las características propias de la zona, bajo los últimos humedales de Tigre, justo en el límite con Escobar; territorio poblado por chanás, guaraníes, querandíes y minuanes, hasta la llegada del conquistador español. Aún hoy y a pesar de la deforestación, la desidia y el avance inmobiliario, la hectárea que conforma la comunidad está poblada de árboles y pequeñas construcciones repartidas armoniosamente por todo el terreno. Divisiones sociales en el amplio sentido del concepto, alambrado de por medio.
Habitar el territorio, forjar un futuro con memoria
Pablo Badano es un referente histórico de la comunidad. Llegó a la zona hace más de quince años, junto a otrxs jóvenes que comenzaron a impulsar un proyecto concreto para rescatar la historia originaria del lugar, la huella de los pueblos que habitaban la zona. Mientras, en alguna oficina a unos kilómetros de allí, comenzaban a presentarse planos y jugosos negocios sobre el Río Luján, por encima de un cementerio indígena, conocido como sitio arqueológico Garín, sepultado por el cemento de construcciones modernas y lujosas. Ahora, Badano maniobra una soga gruesa que cruza de lado a lado el brazo de agua, ayuda a subir y endereza un bote viejo, con doble fondo y algo roto en su base. Es el único medio para llegar al territorio: la gente del vecino country no permite el acceso a pie.
Tras un quincho techado, con mesas y bancos largos, está el salón de Punta Querandí, lugar de reuniones, asambleas y actividades, por el que van y vienen Reinaldo Roa, referente guaraní, Santiago Chana, cacique de una pequeña comunidad de Benavidez y también referente, Jesica Salazar y Soledad Jasuka Roa, pertenecientes al Consejo de Mujeres, espacio que interactúa en la reivindicación de las culturas originarias, con las distintas organizaciones aborígenes a nivel nacional, generando lazos y discutiendo políticas en común más allá del gobierno de turno.
En ronda se charla sobre las elecciones nacionales, la convulsionada actualidad en los países vecinos y las actividades del día. Circula el mate, se cortan las verduras para un guiso, mientras un fuego hecho con la leña del lugar hierve el agua en una olla. Un par de perros, gallos y gallinas pastorean alrededor de una huerta dividida en dos sectores, y que en un tiempo servirá de alimento para quienes habitan y aquellxs que visitan la comunidad: hay que mantener con producción propia todo el espacio.
Badano y Jasuka se turnan para repetir el viaje en el bote que va acercando a una familia qom de Garín, estudiantes universitarios y jóvenes que llegan por primera vez. Más tarde, otras tandas cruzarán la ribera-frontera, esperando por Marcelo Valko, psicólogo, estudioso de la historia de los pueblos originarios y escritor, quien hará una presentación de su decimotercer libro. El almuerzo es ameno, entre conversas que van desde la política criolla hasta un pequeño colibrí verde oscuro que se posa sobre una flor y mueve sus alas a toda velocidad. Roa, apartado del resto de lxs comensales lo saluda en guaraní. Del otro lado, un par de vecinos del country, entran y salen: un guardia de seguridad los saluda y observa de lejos el almuerzo colectivo.
“Nosotros no estamos hablando de los hermanos europeos, sino de los grupos dominantes que están destruyendo todo. El psicópata mental destruye su propia casa. Dios nos dio esto gratuitamente, para compartir y cuidar. La tierra no es nuestra, es de todos. Decimos nuestra Madre Tierra, porque una madre nunca va a dejar sin comida a sus hijos”, explica Roa, en el museo montado tras la huerta. Un espacio con recortes y fotos que muestran la historia de la comunidad desde su nacimiento y los vestigios de los pueblos que navegaban, pescaban, comerciaban y vivían en las tolderías de la zona. Los restos de aquel período sin la presencia invasora, se agrupan en un par de muebles vidriados con pequeñas piezas talladas. No hace falta excavar demasiado para encontrarlas: el río las trae a la orilla de Punta Querandí, naturalmente.
Roa continua su proclama con voz pausada, mirada fija y una sonrisa casi inalterable: “No tenemos armas, sólo tenemos alma, corazón, tenemos que luchar por la vida. Estamos quedando sin defensas, tomando veneno, comiendo veneno. Así está la humanidad. Nosotros elevamos la palabra, no la voz. No tenemos libertad. Hay libertad para la corrupción, para la destrucción. Estamos luchando no sólo por el lugar, sino por el planeta. Nos muestran que se está quemando el Amazonas y acá en Tigre está pasando lo mismo: están rellenando los humedales. Es el equilibrio de la naturaleza!, no lo podes destruir”. Roa es flaco, de pelo largo canoso, y jóvenes setenta años. Nació en Guairá, en el Paraguay profundo, y llegó a Buenos Aires, en busca de trabajo, hace más de cinco décadas. Nunca olvidó sus raíces guaraníes. Es peluquero desde hace décadas y a pesar de trabajar con grandes colegas de su rubro y conocer lugares de renombre, siempre sintió que había algo pendiente en su vida más allá del oficio y su vida familiar; un “llamado espiritual”, concepto que reafirmara en varios momentos de la charla. En 2013 un cliente, le comentó sobre el espacio que se estaba generando en Punta Querandí: allí donde lxs nomadxs guaraníes habitaron el territorio, bajo su atávica relación con los distintos cursos de agua de la región. “Cuando se enferma la tierra, nos enfermamos todos… Acá está la lucha por la vida”, asegura Roa, quien desde aquella primera visita no faltó un solo domingo; nunca más dejó el territorio.
El colectivo que habita constantemente Punta Querandí, más allá de sus casas y obligaciones particulares, interactúa con los visitantes, en una relación que en muchas veces se renueva con talleres, jornadas de construcción o reparación de espacios. También a través de la visibilización de reclamos por los restos humanos que esperan ser reenterrados en el territorio y el reconocimiento del espacio como lugar comunitario. Estas cuestiones se presentan formalmente en los concejos deliberantes de los partidos involucrados, se difunden en colegios e instituciones de la zona, en redes sociales y periódicos, desde una construcción horizontal y abierta. La respuesta vecina es a veces acusatoria: O´Reilly y otros moradores quieren desalojarlos, tal como lo han demandado en reiteradas oportunidades.
“Brillos falsos”
Roa muestra un espacio hecho de paja, barro y madera, de origen amazónico llamado Maloka que fue destruido en dos oportunidades. “Si lo tiran cien veces, lo vamos a construir ciento una. Quieren que nos cansemos”, dice Roa, sin perder la sonrisa. Unos metros hacia el fondo del terreno, tras un camino de plantas aromáticas hay una construcción llamada Opy en lengua guaraní, que se abre sólo para celebraciones de esa cultura, y también de los pueblos qom y collas.
La financiación de Punta Querandí se mantiene en base a algunas donaciones, pero por sobre todo del aporte de quienes forman parte del colectivo: una veintena de personas que se alternan en actividades e intentan conservar una idea conjunta que hermane al resto de la comunidad. También hay un aporte del entorno natural, claro está: las maderas, el barro y todo lo que puede ser desechable “en la vereda de enfrente”, o en barrios de alto poder adquisitivo, allí se reciclan y utilizan para lo que haga falta.
“Acá me encontré conmigo mismo, este es mi lugar. Los guaraníes buscamos siempre ser el ejemplo. Somos cultivadores, no limosneros, ni pordioseros. Solamente buscamos la tierra sin mal”, resume Roa. Cerca, una escultura de un yaguareté, animal sagrado para su cultura, y habitante ancestral de estas tierras, luego rebautizado tigre por los invasores, le dio a su vez, nombre al partido. Es el centinela de Punta Querandí. Apenas un pequeño punto en un distrito enorme, que incluye las islas formadas por la erosión del río Paraná, zonas fabriles, barrios de clase media y emprendimientos inmobiliarios inmensos. Los sectores humildes en tanto siguen postergados. Falta de integración, poca infraestructura y un contraste social en aumento, desdibujan rápidamente las imágenes que proyectan las cámaras. “Brillos falsos”, describe Roa y sonríe sin ironía. Mientras, la posibilidad de lluvia se aleja definitivamente de este lado del alambrado.