Por Lea Ross
Un documental cordobés sobre la pater/maternidad en los ámbitos serranos, cuyo lirismo restringe su profundidad territorial.
El acto de filmar es siempre el costado obsesivo compulsivo de todo aquel que tiene sensibilidad audiovisual y cuenta con una cámara en mano. Por eso, con la accesibilidad directa que ofrecen las nuevas tecnologías, en particular los dispositivos celulares, se refuerza aún más la pregunta: qué se quiere filmar, para qué hacerlo. Una cosa es registrar momentos agradables cuya función es reforzar los lazos familiares. Otra cosa es construir imágenes que se pretendan proyectarse en pantalla grande para espectadores que uno no conoce.
Quizás ese sea el interrogante que se ha dado Darío Almagro, camarógrafo de cine y televisión, al momento de comenzar a registrar los últimos meses de embarazo de su compañera Carolina, poeta y también dedicada al rubro audiovisual. Dicho material será el comienzo de su ópera prima: Primera luz, un documental intimista pero que asevera no ser restringida.
La película pretende condensar el transcurso que va desde la espera del nacimiento de la primera hija de ésta joven pareja y concluye con la reiteración de un nuevo nacimiento. Pero además que está fijado su temporalidad, también lo está su espacio. Darío y Carolina habitan en las Sierras Chicas, en una vivienda rodeada del extenso bosque nativo, sumado a un cielo de cambiante cromaticidad, a veces demasiado insistente en cuanto a ésta presencia atmosférica.
La pareja debe llevar a cabo las tareas dedicadas en la producción para un programa de televisión, sea definiendo una pauta como así también conseguir materiales para la escenografía, o también trabajando en un set de filmación de una película. La presencia de su primogénita Lila ocupa siempre un punto de atracción en varias tomas. Y por ende, una incidencia en cuanto al movimiento de sus cuerpos a la hora de cumplir sus funciones.
Es así en donde se libra una (auto)disputa en cuanto al significado de esas imágenes. Por momentos, el costado paternal lleva a que la narración penda de un hilo al caer en “un álbum de fotos familiar” con el enfoque de primeros planos de Lila en sus primeros meses. Pero en otros momentos, los planos fijos del interior del hogar, con la presencia de objetos de naturaleza muerta, quiebran esa gramática costumbrista. Más cuando el sonido out se concentra en un diálogo entre la madre y el padre discutiendo si la cámara está encendida o apagada.
En el medio del metraje, aparece más de manera sonora que visual, la doble faceta de las principales problemáticas de esa región cordobesa, como son los incendios y las inundaciones. Ambos fenómenos se instalan de una manera sutil, desemparentados con la exposición catastrófica que los caracterizan en los noticieros de la televisión. A lo sumo, solo se pone en cuadro sus efectos materiales, como son los árboles quemados y una casa destruida. Estas referencias, más tácitas que explícitas, pasarían reducidos a una función meramente metafórica, como lo señaló el director en una entrevista, aludiendo a la cambiante situación de ser padre.
De ahí su ironía: el intento por crear una narración que pretenda abrirse ante un incógnito público, a la vez se encierra espacialmente frente aquello que “invade” al territorio. La insistencia en filmar el cielo no permite comprender el devenir mismo del territorio que ocurre en el suelo. Más si se tiene en cuenta que hubo víctimas fatales. Quizás, esto sea un ejemplo de cómo el cine cordobés le ha costado comprender y analizar los conflictos ambientales.
Fluida, apacible y encantadora, Primera luz es una doble reivindicación no solo a la pater/maternidad sino a una determinada forma de vida. Aquella que se desenvuelve en una geografía lejana a la vorágine de lo que ofrece la rutina urbano-céntrica. Una vivencia que se apetece a medida que los pueblos serranos van creciendo demográficamente, con las consecuencias que eso conlleva. De abrirse más al exterior para encarar ese dilema, hubiera generado una perspectiva más interesante.