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Sobre el libro Desde abajo y a la izquierda, de Mariano Pacheco, y una discusión en torno a los conc


Por Federico Di Pasquale*


Una lectura del Desde abajo y a la izquierda. Movimientos sociales, autonomía y militancias populares (Cuarenta ríos, 2019), de Mariano Pacheco, y una discusión desde las militancias inscriptas en la Unión de Trabajadores de la Tierra (UTT) en torno al campesinado como “clase social” construida desde la autonomía.



Vidas de izquierda en posdictadura


Resulta necesario destacar que, para Pacheco, posdictadura significa que la democracia posterior al gobierno de facto continuó la guerra de otras formas. Hay una visión nietzscheana del poder leída a través de Foucault, en la que parte de la noción del poder como “guerra”: la “hipótesis Nietzsche”.

El autor se ocupa de las “vidas de izquierda” para enmarcar el ciclo de luchas autónomas antineoliberales que se inicia el 1º de enero de 1994 con el zapatismo en Chiapas y que se desplegó en nuestro país a partir de junio de 1996 con las puebladas neuquinas en la zona petrolera de Plaza Huincul y Cutral Co. Ese ciclo se cierra en 2002, el 26 de junio, con los asesinatos de Darío Santillán y Maximiliano Kosteki.

Cierre de ciclo pero creemos que también mito fundacional de nuevas izquierdas populares venideras y de nuevas militancias empujadas por esos dos compañeros que nos miran desde las banderas, los afiches o los murales. Profunda la huella de Darío, el humanismo de Guevara y el ejemplo como política pedagógica. Micropolítica de lo inmediato; en esa empatía por el dolor y la injusticia, habitaba una certeza que oficiaba de guía ante la ausencia de planos y esquemas de lucha.

El influjo del autonomismo, con el único faro de la solidaridad política entre excluidos, sin asistencialismo ni caridad, perduró en el imaginario de quienes llevamos “vidas de izquierda” en muchas experiencias. Independientemente de haber estado o no en el Puente Pueyrredón, o en años posteriores y en otras ciudades, o de haber comenzado a militar posteriormente y durante la “década larga” kirchnerista, nuestra militancia nos reúne en un mito de proveniencia.

Tal fue el sacudón al mundo de la representación política que pegó 2001 con sus luchas callejeras y su organización de base popular desde abajo. Nuestras militancias provienen del horizonte de sentido abierto por las autonomías y las nuevas formas de hacer política surgidas en aquellos años: en el territorio, poniendo el cuerpo, sin coordenadas históricas. Dejando afuera a los viejos movimientos emancipadores, alejados de los partidos de izquierda y de la política oficial, desconfiando de un discurso único de las luchas.

El ciclo argentino 1996-2002 implicó la emergencia de una nueva izquierda autónoma que adopta el punto de vista de la crisis y que ve en ella un gran potencial de ruptura y de producción política de otro tipo. Exhiben rasgos de autoorganización movidos por el “acontecimiento” que implica la destitución del marco de representaciones de la democracia de la posdictadura y el descrédito también de los partidos clásicos. Se sitúa este ciclo en un tiempo histórico caracterizado como “la cuarta guerra mundial” y con el zapatismo como instaurador de fuerte productividad política y en donde la “revuelta”, la “rebelión” adquiere su potencia de la falta de esquemas teóricos o modelos exitosos.

La autonomía ante otras coyunturas y con el paso del tiempo mostró sus límites, aunque algunos románticos que queremos mucho como Raúl Zibechi, encuentran ahí la salida, en experiencias micro, “arcas de Noé” que resisten al diluvio del nuevo imperialismo. No pudo –la autonomía- formar cuadros capaces de construir y reproducir la política de las organizaciones. No pensó la intervención política más coyuntural. No tenía plan cuando le dijo que no al gobierno kirchnerista, mientras un montón de organizaciones o fracciones enfilaban para el oficialismo.

Desde la autonomía y con la crítica ante los propios límites del pasado, hoy las organizaciones populares piensan otra política, con el desafío de la recomposición de un sujeto popular y antineoliberal, cuyas expresiones más claras, para Mariano Pacheco, son el movimiento de mujeres y la organización del “precariado” en la experiencia de la CTEP. Entonces, emergieron dos nuevos sujetos en lucha, los feminismos populares y la economía popular.

Agregaría –sugeriría pensar- al campesinado como nuevo-viejo-sujeto, interpretado a la luz del marco conceptual autónomo, puesto que la organización rural de base es dinamizada con un ideario proveniente del horizonte de sentido abierto por la autonomía. La Unión de trabajadores de la Tierra (UTT) nuclea al campesinado desde esa cosmovisión. Los campesinos y campesinas, no deberían conceptualizarse como “trabajadores de la economía popular” sin más, si a la vez, no se enfatiza su propia identidad y autonomía.


Campesino no se nace, se hace


En el marco del zapatismo y el ciclo de luchas de las autonomías, la UTT se crea en 2011, dentro de la “década larga” del kirchnerismo, como sindicato de “nuevo tipo” y es hoy parte fundamental del pueblo organizado. Desde la autonomía acumuló experiencia territorial porque se construye en el territorio para demandar cambios estructurales en torno al agro y la matriz productiva. Para construir poder popular en torno al eje de alimentos sanos, formas de comercialización más justas y tenencia de tierras para quienes las trabajan.

Para Pacheco, la nueva izquierda autónoma, es organización que introduce el punto de vista de las luchas plebeyas en el gran debate de la organización del trabajo, el Estado y de la cultura. En el caso de la UTT, organización de la que puedo hablar por ser parte, por vivir mi “vida de izquierda” en torno a ella. El Foro Agrario, Soberano y Popular, llevado adelante en marzo de 2019 en el Microestadio de Ferro por múltiples organizaciones, introduce el punto de vista del campo oprimido –somos el otro campo, dice la UTT, el otro es el de la Sociedad Rural, Etchevere y la 125- y disputa la organización del trabajo y del Estado, al proponer la creación de un Ministerio de Alimentación, en donde el campesinado participe de las decisiones que van desde la producción hasta que los alimentos llegan a la mesa. También libra una profunda lucha cultural con la creación del COTEPO (Consultorio Técnico Popular) que con el método llamado “campesino a campesino”, heredado de las revoluciones de Cuba y Nicaragua, va transmitiendo la agroecología, la preparación de insumos naturales sin agrotóxicos, sin necesidad de depender del paquete tecnológico que impusieron las Multinacionales del agronegocio. Los “verdurazos” y los “feriazos” fueron nuestra forma de lucha, buscando ser creativos, como en 2001.

La UTT es una organización nacional conformada por aprox. 16000 productores y productoras en su gran mayoría de origen boliviano o hijo/a de bolivianos. En Santa Fe, el núcleo se encuentra en el cinturón hortícola: Monte Vera, Campo Crespo, Ángel Gallardo, Paraje La Costa y Chaquito. 160 familias oprimidas trabajadoras de la tierra. También tenemos una base en Helvecia y otra en Alvear, Rosario. El pequeño productor empobrecido está convencido, por un avasallamiento simbólico del agronegocio y el neoliberalismo, que sin lo que les venden los técnicos agrónomos (los que “saben”), no hay producción posible. Hay un gran trabajo de base para recuperar esos saberes de las abuelas y abuelos de Tarija que vinieron para la zona de Ángel Gallardo a trabajar la tierra junto con la Virgen de la Chaguaya y los caporales; saberes que varios años de monocultivo de soja y especulación inmobiliaria, han hecho olvidar en gran medida pero resisten.

Dentro del ideario del 2001, sus militantes pertenecemos a una generación que, como el zapatismo, no tiene certezas ni programas y desde allí venimos. La preferencia por el territorio, no pertenecer a un esquema histórico más duro, la creatividad a la hora de construir política, dan testimonio de ello. Estamos en la hipótesis de la guerra, en nuestro caso contra el agronegocio, por la tierra, por los recursos naturales, por las semillas, por la soberanía alimentaria, por la vida digna, por otro proyecto productivo, civilizatorio y político.

A través de “la década larga” las organizaciones han tenido que tomar posición con respecto a un gobierno nacional y popular. Los organismos de DDHH se vieron envueltos en dinámicas que separaron lo históricamente unido, con Nora Cortiñas fiel a la independencia con respecto a los partidos políticos y con Hebe de Bonafini adscripta fervientemente al kirchnerismo. Las organizaciones campesinas pasaron por lo mismo. El balance que me parece que podemos hacer es que, quizá, haya casos en que parecen haberse debilitado o al menos dispersado o perdido fuerza.

La UTT apuesta entonces por la autonomía como estrategia de construcción. No privilegia la perspectiva estatal y aquí vemos, otra vez, la importancia simbólica de 2001, al venir a proponer el lugar central del cuerpo, las voces populares silenciadas, otras coordenadas éticas y políticas. Piensa la política como puesta en cuestión de lo dado pero no renuncia a intervenciones coyunturales. Combina la estrategia de repliegue sobre el territorio con la intervención hacia fuera.



Campesinado y autonomía


Podemos decir que la UTT viene de la autonomía en 5 puntos:


1- Considera imprescindible organizar la base campesina.


2- Genera instancias de coordinación y organización que excedan lo propio. El Foro Agrario, formado por más de 200 organizaciones del campo, pueblos originarios, trabajadores del Estado que trabaja con el sector de la Agricultura Familiar, etc. es un buen ejemplo. También las Jornadas de Intercambio de Experiencias y Saberes de Organizaciones Campesinas Latinoamericanas que se realizó en las bases campesinas de la UTT - Unión de Trabajadores de la Tierra, y contó con la presencia de referentes del MST - Movimento dos Trabalhadores Sem Terra, el MPA - Movimento dos Pequenos Agricultores, ANAMURI (Chile) y la Fundación Rosa Luxemburgo Buenos Aires. Fueron 4 días donde se dieron talleres de formación política y técnica centrados en compartir análisis y experiencias sobre la expansión del agronegocio y las estrategias de resistencia desde la agroecología, el feminismo y la organización popular.


3- Se forman cuadros y militantes para construir y reproducir la política. Esos encuentros, otros con la presencia de Jairo Restrepo, los permanentes viajes a las bases del COTEPO, la perspectiva de género y la necesaria formación en el territorio, son buenos ejemplos.


4- Se marcan cursos de Acción que aportan claridad al conjunto de la lucha popular. El Foro Agrario, en su edición santafesina, permitió reunir organizaciones de pequeños productores, pueblos originarios, sindicatos, ambientalistas, trabajadores del Estado, marcando un horizonte y un camino de unidad en ciertos acuerdos.


5- Se construye un Movimiento Nacional y la organización está en 15 provincias. No se queda en la experiencia puntual, en un solo lugar o territorio. Hay muchas experiencias autónomas que sostuvieron centros culturales, bachilleratos populares, etc. quedándose en un único y mismo lugar a lo largo de los años y los gobiernos. Sin construir ni reproducir la organización más allá del primer foco. Habría que pensar si más allá de su enorme valor, no resulta una política insuficiente para intervenir en lo popular en el presente.


Sospechemos que quizá el autonomismo puro (“arcas de Noé”…) sin cierto acumulado de experiencia, resulta anacrónico. Todavía existen autonomías que no ven el enorme influjo que el peronismo tuvo en los sectores populares y que no piensan en construir otras esferas de la política que intervengan en la coyuntura. Intervenir no es lo mismo que fundirse o ser parte de los partidos políticos, ni implica hacer esas formas de la política.

Combinando la micropolítica de 2001 con macropolítica, reconstruyendo un nuevo sujeto popular que cuenta con el feminismo popular, el “precariado”, pero también con el campesinado. Emerge la voz del otro campo en los debates sobre política agraria, en los espacios públicos y políticos, en la Plaza de Mayo, etc., a lo largo y ancho del país. También aparece en los medios de comunicación, tanto contrahegemónicos como hegemónicos.

El campesinado como clase social se unifica con la Soberanía Alimentaria como consigna global y viene resistiendo desde hace muchos años. Contra un sistema que también es global aunque se extiende campo adentro y a cada rancho de una campesina empobrecida que trabaja, vive y lucha. Estamos contra un enemigo que no duda en sostener las estructuras que le funcionan para ganar o inventar nuevas formas de opresión. Es una guerra contra la humanidad misma y el agronegocio es un frente de batalla. No tenemos tiempo de dudar de la necesidad de cuadros políticos o de generar estructuras o archivos militantes.

La UTT es una organización rural motorizada por productores y por militantes que venimos de la nueva izquierda popular y no de los partidos. Somos militantes de la posdictadura y ha diferencia del kirchnerismo, reivindicamos el 2001 y no escamoteamos los nuevos ensayos políticos plebeyos de esos años. La acción directa, la asamblea, el territorio, el cuerpo y la calle. El construir y prefigurar el mundo que se sueña y se piensa desde “otra política” creativa.

En la posmodernidad se fragmentan los fundamentos filosófico-políticos modernos y las luchas sociales dejan de lado el historicismo, las fórmulas de las viejas izquierdas, se asumen como parte de la caída de los grandes relatos. Los movimientos piqueteros, la autonomía, querían evitar el dogmatismo, el etapismo desarrollista marxista. No se sentían parte de la historia de las luchas y no tenían plan. Inventaban, creaban o erraban desde el barrio o la fábrica recuperada.

El campesinado aparece en un intento, que ganó masividad y reconocimiento sobre todo de los sectores medios y los sectores populares urbanos, de reconstruirse como clase social desde la autonomía, con consignas globales como la Soberanía Alimentaria, bandera del campesinado mundial. Micropolítica del territorio y macropolítica para actuar en la coyuntura.

Filosóficamente, me resulta importante destacar, que ante la fragmentación de las luchas sociales que sobrevino a la caída del Bloque Soviético y el Nuevo Orden Mundial, que hizo hegemónico el discurso único neoliberal, posmoderno, de la caída de los grandes relatos, no es una opción retornar al materialismo histórico y dialéctico sin más -como pretende el guevarista Néstor Kohan-, lo que sería volver a presuponer una metafísica historicista muy del siglo XIX, ni tampoco -como Rosa Nassif (maoísta) que pretende, en una crítica al posmodernismo en la figura de Vattimo- retornar a la gnoseología marxista y su teoría del conocimiento como “reflejo” de la infraestructura económica sobre la superestructura de la conciencia.

Estas opciones resultan anacrónicas y sin ciertos recaudos tienen el riesgo de llegar al debate en tren. El “acontecimiento”, la ruptura de la representación política, que implicó el ciclo 1996-2002, inspirado en el zapatismo, no puede ser escamoteado como para pretender volver a una teoría de la revolución y de la historia metafísica. Tenemos entonces el enorme desafío, de articular un sujeto popular, una experiencia, un programa, sabiendo que no podemos retornar a las representaciones políticas que teníamos en los 60 o los 70, porque 2001 rompió con todos esos esquemas, sin posibilidad de ser reconstruidos en sus aspectos ontológicos.

La opción posible que se está probando es, como herederos del 2001 no tenemos certezas, ni caminos asegurados, pero intentamos combinar la micropolítica con la macropolítica. El campesinado, al igual que el feminismo popular y los trabajadores de la economía popular, no reconstruyen su unidad como clase volviendo a pensar que están determinados históricamente a realizar el cambio social como producto de las propias contradicciones del sistema que se agudizan. Se concibe una política de izquierda sin fundamentos fuertes, como apuesta política, voluntad colectiva, que se reúne tanto como se desarticula. Construir la clase es la labor del militante. De allí, la enorme necesidad de cuadros.

Con un marco cercano al pensamiento político posfundacional, según el cual tenemos, al decir de Judith Butler, “fundamentos contingentes” y con la crítica al esencialismo, parafraseando a De Beauvoir, podemos decir el campesino “no nace campesino, se hace campesino”. Se constituye por pertenecer a un proyecto común. Aparece como una elección o apuesta política y no como una fatalidad económica, ni como constatación de datos preexistentes. Hay una unidad de clase siempre frágil y temporal, que se construye, se teje, se milita cotidianamente y que no ofrece certezas de que perdure.

Esta es una posible respuesta no metafísica para superar la fragmentación de las luchas sociales con la caída de las metanarrativas emancipatorias que imperó cuando el neoliberalismo borró las conquistas populares y obreras a nivel global. En un ademán extendido a las ciencias, la política, tras la caída de los llamados Socialismos Reales, la posmodernidad, pero también las autonomías, encontramos obsoletas las teorías filosófico-políticas que sostenían a los movimientos emancipadores. Estos comenzamos a dar la batalla anticapitalista identificando marxismo con vanguardias autoproclamadas, determinismo histórico o dogmas estalinistas. Las categorías filosóficas y políticas de la modernidad fueron relegadas a una visión del mundo pasada de moda y Marx era, junto al cristianismo y el psicoanálisis freudiano, un personaje de los relatos caídos.

La posibilidad de concebir un curso lineal, unitario, teleológico, o una estructura dialéctica de la realidad, atemporal, un proceso de desarrollo histórico, racional, hacia la emancipación humana, tendiente hacia un fin universalizable para la humanidad, se separa en mil fragmentos y, los retazos de lucha, no se pueden volver a reunir metafísicamente.

No se puede volver a un marxismo clásico como si nada hubiera pasado en 2001. Tampoco encerrarse en la romantización de experiencias que funcionen aisladas. Mientras tanto nos morimos, no comemos, enfermamos. Los campesinos sin tierra están volviendo a dotar de sentido el concepto de clase social y lo territorial se piensa en relación con una visión comprensiva, totalizadora e histórica, no determinista. La clase no es una esencia, no tiene peso ontológico, permanencia ni estabilidad, más allá de la práctica y la apuesta: una elección política común. Nos inventamos como actores colectivos en los movimientos y organizaciones que nos convocan. Pensarnos clasistas para no estar destinados a ser meramente testimoniales o reintegrados al sistema.

Nuestras “vidas de izquierda” vienen de una explosión, tanto de los conceptos políticos de la izquierda clásica, como de la política de la representación de la posdictadura. Si asumimos el mito de nuestro origen podemos ensayar respuestas filosóficas ante la fragmentación, sin recaer en el esencialismo metafísico anacrónico de algunos marxistas, que sólo cuestionan el autonomismo (poniéndolo en paralelo con los posmodernos) desde una supuesta superioridad moral, pero sin ofrecer respuestas en el plano del pensamiento.

*Militante de la Unión de Trabajadores de la Tierra (UTT) de Santa Fe.

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