Por Lea Ross
En el marco de la devastación del Amazonas, un análisis sobre los intentos por representar los conflictos de los transgénicos y agrotóxicos, a nivel cinematográfico.
Luego de la crisis del 2001, Argentina comenzó a oxigenar sus arcas con la generación de divisas que provenían de los commodities en alza, en particular la soja. Desde entonces, la oleaginosa se convirtió en un tótem de reverencia por su salvataje, como así también un moldeador de percepción sobre una forma de patria, que decantó en un apoyo electoral al proyecto político de Cambiemos. A su vez, la siembra sojera se expandió hasta en la banquina. Agroquímicos, inundaciones, desertificaciones, expulsiones, muertes. El modelo sojero transgénico empujó una seguidilla de conflictos en todo el país.
De ahí la paradoja del cine ambiental: todavía son una vieja camada de cineastas que le dan forma cinematográfica a esas historias, a pesar del activismo juvenil sobre éstos temas en alza.
Uno de los primeros documentales sobre el modelo es Hambre de soja (2004), de Marcelo Viñas. Un año después, se transmitiría para la televisión europea, un documental realizado por la francesa Marie-Monique Robin: Argentina, la soja del hambre (2005), cuya duración es la mitad del anterior, pero que también condensa todas las consecuencias que trae el monocultivo sojero, que luego serán latentes en la próxima década.
Tanto en Hambre de soja como en La soja del hambre, el viaje por las rutas del país hace que los cambios de provincias sean sutiles, acorde a un enorme campo de monocultivo homogéneo monocromático. Tal es así que sus impactos no criminaliza de un lado de la frontera a otra. Sin embargo, tienen una diferencia sustancial, delimitada por su coyuntura.
La versión argentina se filmó en tiempos donde la línea de pobreza todavía llegaba a la mitad de la población. Es así que resultan notables las ediciones de contraste entre las exposiciones de La Rural con las últimas maquinarias de alta tecnología y los merenderos para menores desnutridos; muy recurrentes en el cine argentino a la hora de representar la desigualdad social. La secuencia de la leche de soja otorgada a esos comedores parece un material de influencia para la creación del personaje de Micky Vainilla.
En cuanto a la versión francesa, los dólares de la soja ya estaban llenando las bóvedas del Estado. Es a destacar el primer testimonio de un productor afirmando que las semillas de la soja son “mágicas”, pero que a la vez reconoce sus consecuencias malignas para sus hijos e hijas.
Una década después, para el año 2013, Ulises de la Orden estrenaría El desierto verde, cuyo eje central es el juicio penal en Córdoba por las fumigaciones en el barrio Ituzaingó Anexo. A partir de ese proceso judicial, la película se desprende de distintas aristas, yendo a distintos puntos del planeta, desde la cotización de la soja en Chicago, llegando al comercio chino y obteniendo conocimientos en la India. El filme ya no se conforma con quebrar solo las fronteras internas, y menos en un país con una renta extraordinaria distribuida menguadamente equilibrada.
Y si bien Viaje a los pueblos fumigados (2017), de Fernando “Pino” Solanas, podemos considerarla como un filme atrasado, no deja de ser un baluarte a la hora de entender cómo se debe filmar. Hacer/mirar cine es como viajar. Y como dice su título, la narratividad clásica de Pino permite que uno sienta ese viaje. Así, el co-autor de La hora de los hornos recapitula algunos tópicos de los pocos filmes que ya profundizaron sobre el tema, como así también una búsqueda de lugares con personajes.
En la escena en donde el santafecino Pedro Peretti explica la transformación de un campo de duraznos a de soja, mediante un teléfono celular y utilizando el fondo contrastable de cambio de cultivos, es un notable ejemplo sobre cómo se debe hacer cine ante ésta problemática, con una presencia humana consciente de encararse frente a una cámara.
Por último, tanto en Córdoba como en el país, el agro-negocio comenzó a transitar la convivencia de cultivos de maíz con la soja, bajo el impulso del negocio de los bio-combustibles. Es así que pasada, pero no irrecuperable, estadía de monocultivo sojero entramos a un posible inicio del cine juvenil de la mano de Fuera Porta: Un grito de lucha (2019), de Florencia Reynoso, que afronta aquella base extractivista que hace arder todo un continente.
Fotograma: Viaje a los pueblos fumigados