Por Lea Ross
Una referencia a una de las más famosas películas del recientemente fallecido cineasta José Martínez Suárez.
“Falleció el hermano de Mirtha Legrand”. Así se había presentado en los noticieros el anuncio del fallecimiento del cineasta nonagenario José Martínez Suárez. Pero dejando de lado el costado zocalero del hecho, el director de El crack y Dar la cara es posiblemente parte de esa camada trasgeneracional de cineastas, donde desde una lectura lúcida sobre la labia argentina podía adaptarse a determinados tópicos del cine internacional. A tal punto que en las películas, podía lograr ser un pantallazo mismo de su época, incluso premonitoria.
Por esas casualidades, Martínez Suárez murió en el mismo año que se estrenó El cuento de las comadrejas (2019) -la última de Juan José Campanella, quien fue uno de sus alumnos formados-, que es una remake de la penúltima obra realizada por el referente sesentista, considerada como la mejor comedia negra que se ha hecho en la historia del cine argentino: Los muchachos de antes no usaban arsénico (1976). Y la razón ante tamaña máxima está no solo en lo estético sino en lo político: hoy en día, parece una alusión de la época más oscura del país.
Estrenada pocos días antes del golpe de Estado, la obra de José Martínez Suárez se centra en la historia de tres amigos jubilados de la industria cinematográfica, junto con una ex diva caída en la depresión nostálgica, que conviven en una mansión escondida en una isla del Tigre. Allí, reciben la inesperada visita de una joven mujer, con intereses especulativo-inmobiliarios.
Tal como lo explica el propio cineasta, junto con Fernando Peña en su programa televisivo Filmoteca, la película cuenta con inesperados puntos que luego serían recurrentes durante la última dictadura. La noción de personas desaparecidas, la sospecha sobre un desenlace fatal sobre un personaje que no está presente, la amenazante presencia masculina alrededor con miradas desafiantes, más una claustrofóbica filmación, a tal punto que los cuadros han sido cuidadosos para que no genere aire hacia un posible espacio externo, terminarían convirtiendo al filme en una obra que tuvo su lectura lúcida de su tiempo. Como así también su lado siniestro, al ser elaborado de una manera jocosa, tal como lo comenta su director.
La película es desafiante en cuanto a la perspectiva que asume, que es la de los tres personajes masculinos, que configuran una proclama de reverencia tan presente en el cine argentino como el estadounidense que es la amistad (varonil). En esta guerra de sexos, lo femenino queda encarnado por todo aquello que configura la avaricia, la envidia, la soberbia, el engaño, entre otras. Aquí, la mujer es la personificación del pecado capital. Mientras que la inocencia es un disfraz de la algarabía infantil de la ancianidad dispuesta a vivir dignamente, legitimando un crimen.
Tal como lo señala Nicolás Prividera: “Se trata de la primera película nacional estrenada durante la última dictadura, pero –a diferencia de la persecución sufrida por Piedra libre– representó al país en las precandidaturas a los premios Oscar. Tal vez porque el poder veía un aval más que una crítica en esta historia sobre esta junta de amables viejecitos que matan no solo a la nueva generación que quiere desbancarlos (Bárbara Mujica) sino también a los que aun entre su propia clase se ponen en su camino (representada por Mecha Ortiz, también matrona en Piedra libre, pero esta vez como víctima propiciatoria)”.
De ser así, ese “poder” que veía un aval ante sus propios crímenes no percataba que la especulación (inmobiliaria, por ejemplo) es la propiciadora de un supuesto orden económico y social que ha sido brotado por una liberalización financiera diseñada por un Martínez de Hoz desde el Estado, pero sepultado en la película bajo el engaño de esos viejitos. En realidad, su aval podría devenir más que nada por su costado misógino. No es de Perogrullo recordar que más del noventa por ciento de los condenados por crímenes de lesa humanidad son varones.
En ese sentido, Los muchachos de antes no usaban arsénico expone de alguna manera la creatividad y perspicaz que tiene el cine argentino, a la hora de afrontar con su contexto. Limitado en gran parte por su masculinidad. No es casual que su título aluda a una cultura de raíz musical, donde el macho se presenta como la centralidad, pero no por eso pueda quedar estancado a ello con el pasar de los tiempos. Y es que al igual que en los momentos políticos electorales del sufragio, podemos ser lo mejor y también lo peor, con la misma facilidad.