Por Santiago Somonte
Medio siglo de avances y retrocesos en el país. Un recuerdo difuso que dispara otros, aún más borrosos, que se diluyen con el paso del tiempo y vuelven con nuevas proclamas hacia un futuro siempre incierto. El Cordobazo, hito de nuestra historia y símbolo de época.
Los sesenta fueron sin duda, una década de quiebre. Un mundo partido en dos, semi-cerrado por la cortina de hierro de la guerra fría, que mostraba una dicotomía que excedía lo ideológico. Si los modos de consumo y dominio se exacerbaban del lado occidental, las ansías de expansión territorial, con una cuestionable apología del altruismo en pos de ampliar el bloque socialista, se imponía en Oriente.
Por estos pagos emergían movimientos con la pulsión de una juventud genuinamente revolucionaria. La influencia de la revolución cubana se desperdigaba por toda Latinoamérica. En tanto, en el país del Tio Sam, el rock agitaba frenéticamente cuerpos y mentes: cuestionaba frontalmente al gobierno que le hacia la guerra a un país, en la zona de influencia del rival demoníacamente rojo. Se repudiaba la violencia a través de la paz: El Flower Power de la liberación. Del otro lado de la cortina, la Primavera de Praga, era un desafío frontal del pueblo checo sobre el inmenso poder bélico soviético que desataba una feroz represión, pero lograba concesiones hasta entonces impensadas en materia de libertades individuales.
Uno, dos, tres muchos Guevaras
En Argentina, las manos enormes y los ojos saltones de obreros combativos parecían tomar vida en cada dibujo de Carpani, el Di Tella derramaba psicodelia en estado puro con sus happenings inclasificables y Mafalda volcaba una verdad insoportable en cada cuadro de su tira. Almendra y Manal destilaban rock en clave de poesía existencialista y suburbana, dejando una marca indeleble en la música criolla. Astor Piazzolla con su Liber tango renovaba el 2x4, con un sonido único e innovador. Por las calles cordobesas, el tunga-tunga empezaba a sonar en los barrios que se empobrecían, a partir de una economía inflacionaria y en recesión. Con el peronismo proscripto, la izquierda fragmentada, y los sectores social-demócratas sin actividad tras el cierre del Congreso, el panorama político estaba coartado a las decisiones del gobierno de facto.
Lxs jóvenes menores de treinta años representaban la mitad de la población. De su vigor fluían comunidades hippies en los suburbios y valles lejanos de la ciudad, la militancia inundaba las universidades y delegaciones sindicales que cuestionaba tanto al régimen como a los gremialistas burócratas. Otrxs planteaban la lucha armada como única salida. La certeza de un cambio incontenible horadaba la imagen triste y brutal del general Onganía, que alargaba las jornadas laborales, disminuía sueldos y reprimía en facultades y fábricas. En contrapartida, una contracultura hiperactiva lo desafiaba, poniendo en jaque lo moral y políticamente establecido, modificando los paradigmas de época, para siempre.
Aunque claro, la violencia estatal sería la respuesta a todo movimiento emergente, en cualquier parte. El asesinato del Che en Bolivia, a manos de militares locales con la ayuda yanqui, había conmovido al mundo. Era el final de viaje del barbudo trotamundos que pareció desvanecerse renegando de cualquier atadura, incluso de las que le generaba el poder, palabra que seguramente lo incomodaría. Así, chúcaro y libertario, cansado y aislado, cayó en la redada, sin más. Su mirada final pareció interpelar a esa generación que multiplicó su rostro alrededor del planeta, y en algunos casos, con suerte dispar, emuló su lucha revolucionaria, fusil en mano.
“Eramos seis, eramos cien, eramos el mundo entero. Eramos luz, eramos fe, eramos fuego en el fuego” (Skay Beillinson, guitarrista y cantante, presente en aquellos días de ebullición en Francia y Argentina)
Mayo del ´68: Un muchacho de 21 años camina por el barrio latino de la ciudad de Nanterre, a media hora de París. Avanza a paso ligero hacia la facultad de Sociología, para reunirse con compañerxs que se oponen a la exclusión en las decisiones académicas por parte del gobierno de Charles De Gaulle. Luego convergerá con líderes sindicales de La Renault y otras automotrices. Los medios ya lo llaman Danny el Rojo. Tras la toma de la Universidad de París, su nombre será presa fácil en la semana de barricada, fuego, represión y más rebelión de miles de estudiantes y obreros que se movilizarán con mutua desconfianza, pero unidos. La protesta masiva se diluirá días después, en tanto el gobierno ceda en algunas medidas y reprima a los más díscolos hasta controlar la situación. Si La imaginación al poder era el leiv-motiv del Mayo Francés, el desgaste político y los bastonazos se duplicaban para regresar a la “normalidad”.
Lejos, un año después, el frío otoño de mayo del ’69, de bolsillos flacos y violencia generalizada, presagia, casi por inercia argenta, tiempos aún más críticos. Por una angosta vereda de Alberdi, dos vecinos veinteañeros se estrechan la mano. Uno lleva volantes para repartir en una esquina de la avenida Colón al 300, allí donde cayera asesinado, tres años antes, Santiago Pampillón, estudiante de ingeniería y obrero de Kaiser-IKA Renault, símbolo de lucha en la unión entre los sectores obreros y universitarios.
La mirada perdida en la brea que apenas oscurece el gris asfalto de la calle y un “¿te enteraste?”, casi automático con el otro, que viste uniforme gastado y botas, camino a la fábrica en Santa Isabel. Bajo el brazo, el último número del diario de la CGT de los Argentinos. Una frase en negrita contundente apenas se deja ver delante de su axila. El frío y la paranoia apuran el convite y cada uno sigue viaje. No hay mucho para hablar de todos modos. Tres horas después, facultades, fábricas y todas las plantas automotrices serán tomadas y los sindicatos declararán huelga general por tiempo indeterminado. Las pibas y pibes marcharán junto a los obreros codo a codo por las calles.
La ciudad quedará sitiada. El fuego arderá en las esquinas de los barrios populares y el centro. Pronto, el humo de esas barricadas cubrirán las marquesinas de los negocios y pequeños juegos de espejismo ondearán suavemente en el aire: pararse frente a ellos puede mostrarnos de qué lado queda distorsionada la imagen.
Autos quemados, agite, piedrazos y balas enmarcarán el día y la noche. Destacamentos policiales y empresas serán incendiadas durante el mediodía, cuando la multitud logra dominar cada zona de la ciudad. Varias horas pasarán para que los militares contraataquen provocando el repliegue de la masa. Cientos de jóvenes resistirán ya en inferioridad, durante la madrugada. Luz y fuerza, sindicato y perfecto juego de palabras para retratar esa jornada saboteará el avance con un apagón generalizado. Un intento desesperado por prolongar lo inevitable. Su líder se destaca entre los más combativos: Agustín Tosco, un gringo del sur de la provincia, siempre de mameluco y voz firme, propulsor de la unidad entre la izquierda y el peronismo, para enfrentar al imperialismo, la dictadura y la burocracia sindical: una tarea titánica contra una tríada siniestra. Al igual que Raimundo Ongaro, Atilio Lopez y decenas de compañerxs, será detenido. En tanto, policía y ejército recuperarán el control: otra vez “la normalidad”.
Lxs muertxs los pone el pueblo
La revuelta de los franceses, aburridos de un sistema que les daba las comodidades necesarias para un bienestar sin sobresaltos, pero los dejaba afuera de la toma de decisiones, los llevó a una gran rebelión, significativa, paradigmática, símbolo de época. Por la Docta, en tanto, trabajadorxs y estudiantes marcharon ahogados por una dictadura que cercenaba todos sus derechos. Un régimen fascistoide que reducía el frágil status de asalariadxs a lxs obrerxs y anulaba las aspiraciones de lxs universitarixs.
Hay muchas diferencias entre ambos procesos: de la cosmopolita y glamorosa Paris a nuestra miseria insólita, repulsivamente obscena de un país con infinidad de riquezas, abundan las asimetrías. Con el peronismo como movimiento mayoritario, pero sin su líder, y la izquierda tradicional perseguida y fragmentada, el Cordobazo fue un intento corporizado por miles de anónimxs que coparon las calles, sin liderazgos del todo establecidos, pero con la intención de frenar los embates de la dictadura. La violencia cristalizó su bronca, y también su lógica derrota ante un gobierno que desplegaba todas sus fuerzas en la intervención de cada espacio público en que la sociedad se pudiese manifestar. Si la unión entre estudiantes y obrerxs se repetía en París y Córdoba, la pobreza en los barrios periféricos, el endurecimiento del régimen y la desarticulación de las instituciones del Estado, echaban por tierra cualquier réplica semejante entre ambas revueltas.
Pero la principal, claro está, se asienta en las siempre frías pero elocuentes estadísticas: acá el pueblo pone los muertos. Más de treinta asesinadxs por las balas policiales cayeron en Córdoba aquel día de otoño. Luego vendrían nuevos días de represión, y contragolpes de incipientes grupos guerrilleros, desprendimientos de los movimientos políticos juveniles. La sociedad reconstruirá su propia coraza fagocitada por el miedo a la violencia, sin importar de donde venga. Sustentados por la voces semioficiales de los medios, el régimen avanzará penosamente hacia una transición entre uniformados. El resto del mundo, siempre ocupado en otros menesteres socio-políticos, observará los hechos como una pieza más de un enorme rompecabezas con partes inconexas.
“Sepamos unirnos para construir una sociedad más justa, donde el hombre no sea lobo del hombre, sino su compañero y hermano” Agustín Tosco.
Hoy, cincuenta años después, algo de todo aquello dio al menos, un giro significativo: contrariando a la clandestinidad, lxs franceses visten de amarillo fosforescente, son muchos más que en aquel mayo, y más virulentos también: pegan, incendian y avanzan. El arrinconado es su gobierno.
El Cordobazo tomó la suficiente fuerza a nivel simbólico hasta mutar en mito de la rebeldía del siglo XX. Dirigentes como Tosco fueron reivindicados más allá del paso del tiempo: su nombre bautizó la circunvalación, un colegio secundario de Capital Federal, y forma parte del paisaje céntrico en forma de monumento. Otros en cambio, mantuvieron su statuo-quo de espaldas a sus representadxs: jóvenes idealistas, luego imberbes, fueron décadas después, socios de sus viejos enemigos. En tanto, un sindicalista por entonces combativo, terminó sus días encerrado tras ordenar un ataque fatal a un grupo de jóvenes, sobre las vías oxidadas de un ferrocarril privatizado.
Más allá de sus características controversiales y su histórica tensión con los presidentes de turno, Córdoba se reclina, una vez más, en los nuevos-viejos axiomas del enemigo interno, eje (mono) temático de la política de seguridad del orden nacional. Basta escuchar los forzados latiguillos previos a la última elección: dos de los candidatos prometen (cual jueces!) penas ejemplificadoras en una semana, apuntando al carterista que arrecia desde una moto, como sujeto desestabilizador de la “tranquilidad de la gente”. Otro, promueve consignas hartodemagógicas, mediante un diálogo de dos guasos con la tonada sobreactuada y poquísima gracia: ni un porteño desprevenido se reiría de su forzado spot.
Con la historia a cuestas, el Cordobazo supo cristalizar a través de su gesta, semillas de rebeldía en otras provincias. Fue mucho más que la piedra en el zapato de un gobierno represor: un faro de lucha a través del tiempo, objeto de análisis por décadas en facultades, medios y reuniones militantes. Tuvo que ser reconocida por casi toda la casta política y dejó abierto nuevos debates a las generaciones que intentan transformar este sistema de exclusión en pos de un país más igualitario. Hoy, con la distancia temporal que modifica métodos y pensamientos, encuentra a interlocutorxs con prácticas colectivas renovadas, que permiten cuestionar al oxidado establishment político: doblegan la discusión, estudian y marchan con (su) gorra y su pañuelo verde como las sierras. También se contradicen, como vos y yo, claro; pero como sabemos, ser joven y no ser revolucionarix es una contradicción casi biológica.