En el aniversario número 100 del nacimiento de Eva Perón, una reivindicación de quienes -como Néstor Perlongher- volvieron a darle vida tras su muerte a través de la literatura.
Por Mariano Pacheco
En 1975, Néstor Perlongher escribe Evita Vive, un relato en tres tiempos donde Eva Perón, a través de la literatura, llega a las luchas políticas de las minorías. Tal vez retomando Eva Perón, la obra de teatro de Copi (que finaliza con la sugestiva frase: “Evita, señores, está más viva que nunca”), Néstor Perlongher retoma en Evita Vive cierto espíritu irreverente. Porque está más viva que nunca, podríamos decir, Evita regresa. No para ser montonera (una combatiente guerrillera que lucha por el socialismo) sino que vuelve para ser, entre las millones de posibilidades de su retorno, una prostituta, una drogadicta, una reventada. Es que la Evita de Perlongher, al decir de Martín Kohan y Paola Cortes, es una “Evita-década-del-’70, camisa y pelo suelto, que expresa en su cuerpo el puro goce”.
Con un humor ácido, la literatura de Perlongher logrará transgredir todas las normas y poner en jaque la moralidad de las costumbres y los lugares comunes de las bellas letras. En Evita Vive, la diversión, el goce, la fiesta, el juego y la aventura lograrán construir una realidad muy diferente a la histórico-social y sus representaciones, tanto peronistas como antiperonistas. A través de una mirada lúcida, Perlongher plantea una importante batalla contra todos aquellos que libran “cruzadas morales”, se erigen en censores y que suelen ser los que pretenden instituirse en jueces, en quienes definen lo que está bien y lo que está mal.
De allí que, en este relato, Evita no sólo no será “la Señora”, “la Primera Dama”, y ni siquiera será la Eva combativa reivindicada por el discurso militante, sino que el eje central del relato está puesto en el puro goce corporal. Evita vuelve, sí, pero para ser puro sexo, droga y descontrol. Y para resignificar los lugares comunes construidos en torno de su figura. Así como el obrero resignificó el insulto de “cabecita negra” por una marca identitaria de “descamisado”, en este relato Evita resignifica su lugar de “mediadora” entre Perón y las masas, su pasado de actriz-prostituta, su estigma por la enfermedad que la llevó a la muerte, su lugar de santa una vez fallecida.
Irreverente, Perlongher presenta así una Evita-reventada, que además de gozar sexualmente, luego ella también se “picará”, para quedar junto a su hombre revolcada por el piso. Y cuando “la cana” llegue, Evita será mediadora, sí, pero esta vez no entre el líder y las masas sino entre la ley y los descarriados. Evita evita que se lleven presos a los drogadictos, y les aclara a “sus grasitas, sus descamisados” que ella lo vigila todo. De allí que su partida al cielo sea reinterpretada por ellos como una ida para hacer “un rescate”, y su vuelta para “repartirle un lote de marihuana a cada pobre, para que todos los humildes anden superbién, y nadie se comiera una pálida más, loco, ni un bife”. Porque el cielo que habita Evita no es un espacio angelical, lleno de santos (“Santa Evita Montonera”), sino una suerte de edén “lleno de negros y rubios y muchachos así”.
En contraste con la “historia oficial”, donde Evita aparece como la sombra de Perón, aquí es Evita la gran protagonista. Es más: Perón, como general, es un equivalente de los marineros que transitan por el puerto en busca de maricas y prostitutas: “Con ellos nunca se sabe”, dice uno de los personajes.
Por último, un tema candente: la enfermedad que la llevó a su muerte. Ni reivindicación gorila (“viva el cáncer”), ni condescendencia lacrimógena (“pobrecita”). En este afán de resignificar todo, Perlongher dice sobre esas manchas que Evita lleva en su cuerpo: “No le quedaban nada mal”, subrayando una perspectiva estética que se acentuará con sus largas uñas pintadas de verde (“que en ese tiempo era un color muy raro para las uñas”), presentando a Evita como a una precursora del punk y, también, de la lucha contra la despenalización del consumo de drogas.