Por Tomás Astelarra
“La tarea es ésta: no dejar una fe intacta, ni un ídolo en su sitio”, decía el primer manifiesto nadaista. El movimiento artístico colombiano nacido en los sesentas ha logrado permanecer vigente gracias a su gran virtud: mofarse de cualquier construcción política.
¿Es posible tomarse este mundo en serio? ¿es posible crear uno nuevo sin destruir la fe incluso de aquellas que luchan por cambiarlo? ¿se puede ejercer el tibio derecho electoral de estas dizques democracias en el marco de una campaña que tiene como principal analistas políticos a Daddy Brieva y Jorge Rial y a Marcelo Tinelli como una de las figuras más codiciadas en las listas? ¿Queremos soluciones o destrucciones? ¿patria o caos? ¿Que es más nadaista: votar en blanco o votar a Felipe Solá?
“No dejar una fe intacta, ni un ídolo en su sitio. Todo lo que está consagrado como adorable por el orden imperante será examinado y revisado. Se conservará solamente lo que esté orientado hacia la revolución y que fundamente, por su consistencia indestructible, los cimientos de la sociedad nueva. Lo demás será removido y destruido. ¿Hasta dónde llegaremos? El fin no importa, desde el punto de vista de la lucha. Porque no llegar es también el cumplimiento de un Destino”, aclaraba el primer manifiesto nadaista, un folleto de 42 páginas firmado por un tal Gonzalo Arango, que comenzó a circular clandestinamente en 1958 por las calles de Medellín, luego Cali, Bogotá, recién ahí en el universo.
“Hemos identificado las profecías del apocalipsis con la guerra atómica, y nos lamentamos con la cobardía de nuestros jefes de Estado que no se deciden a matarnos”, diría años mas tarde el Terrible 13 Manifiesto Nadaísta. “El nadaísmo fue político no en el sentido de pertenecer a una corriente, de andar luchando con todos, que es una pendejada. El poder de por si ya era pecado. No era quien lo detentaba. Hicimos esa tarea de denunciar durante muchos años un verbo y una manera de expresar. La gente iba y se aguantaba que despotricáramos contra todo, sobre todo la burguesía. Y el público eran los mismos burgueses, ¡fascinados! Entonces a los comunistas les daba rabia que tuviéramos más suerte que ellos en el cuestionamiento de lo establecido. ¿Como es posible que cuestionen el establecimiento y después los mismos burgueses los lleven a beber a la casa y le vomiten en la alfombra? Así éramos de insolentes. Hacíamos ese trabajo de apoyo a la revolución, pero el partido no toleraba, por ejemplo, que fumáramos marihuana, ni que hubiera maricas o le diéramos vía libre a la sexualidad desorbitada. Nos rechazaban porque a los niños que venían con sus poemas, más bien los poníamos a fumar marihuana antes que se fueran a la guerrilla. En ese tiempo eso era contrarrevolucionario, ahora me parece que salvamos mucha gente”, recuerda Jotamario Arbeláez, uno de los primeros discípulos en seguir al profeta nadaista Gonzalo Arango en Cali. Hoy exitoso publicista, columnista de la revista SOHO y el diario El Tiempo, además de asesor del ministerio de Cultura de República Dominicana. “Y fíjate que somos mas consecuentes que los mismos revolucionarios a ultranza de ayer, que hoy están vendiéndole droga a los Estados Unidos”, aclara.
“Destruir un orden es por lo menos tan difícil como crearlo. Aspiramos a desacreditar el ya existente por la imposibilidad de hacer las dos cosas, o sea, la destrucción del orden establecido y la creación de uno nuevo. No disponemos de recursos económicos ni elementos humanos para realizar semejante empresa transformadora. Al intentar este Movimiento Revolucionario, cumplimos esa misión de la vida que se renueva cíclicamente, y que es, en síntesis, luchar por liberar al espíritu de la resignación y defender de lo inestable la permanencia de ciertas adoraciones. En esta sociedad en que “la mentira está convertida en orden”, no hay nadie sobre quien triunfar, sino sobre uno mismo. Y luchar contra los otros significa enseñarles a triunfar sobre ellos mismos”, decía aquel manifiesto de 1958.
La primera acción del movimiento, que fue sabotear un congreso de “escribanos católicos”, terminó con Arango encarcelado en el pabellón de máxima seguridad de la cárcel de Medellín. A su salida, ya rodeado de una buena cantidad de seguidores, el profeta se dirigió rumbo a la basílica donde la “Gran Misión Católica” hacía su acto de clausura. Las huestes nadaistas comulgaron y guardaron las hostias en un libro. Tuvieron que escapar antes de ser linchados.
En Cali, el movimiento pidió la sustitución del busto de Jorge Isaacs (autor del clásico La María) por el de Brigitte Bardot. Un tal Arbelaez, hijo de un humilde sastre de la ciudad, grafiteaba las calles con consignas como “El nadaísmo es una revolución al servicio de la barbarie” o “Tome nadaísmo y pida la tapa”. En pocos años la noticia se había extendido como reguero de pólvora por toda Colombia, inundando las páginas de los suplementos culturales. En la Argentina llegó a la revista Eco Contemporáneo de Miguel Grinberg y en Venezuela al grupo El Techo de la Ballena. En México fue El corno emplumado, dirigida por Sergio Mondragón y Margaret Randall; en Perú, Raquel Jodorowski y en Nicaragua, Ernesto Cardenal. A los beatniks les llegó a través de Elmo Valencia y su amistad con Allen Ginsberg en Cuba. También gracias los viajes de Yague de William Burroughs en el Putumayo.
“Hay dos cosas: una es el movimiento, que somos 15 o 50, y otra es la generación nadaísta. No teníamos ninguna estructura, pero uno llegaba a cualquier pueblito con cinco libritos para ver si le dejaban hacer una lectura de poemas en la Alcaldía y le decían: ¿ya habló con el nadaísta del pueblo? Que era el comunista, o el hippie, o el loco o el marica. Cualquiera que estuviera contra lo establecido. Había un cómico que todos los días hablaba por la radio y a todo el que decía algo desopilante le decía: usted si que parece nadaísta”, explica Jotamario treinta años después en un lujoso departamento de Chapinero con una buena dosis de botellas de aguardiente y rayas de cocaína, en medio de la recuperación del implante capilar que le pagó la revista SOHO para hacer una crónica.
“Hoy nos hemos constituido en una fundación porque una ley de la república (y eso es lo realmente paradójico) hizo honores a Gonzalo Arango por haberse lanzado contra todo lo establecido. Y me escribieron de la Real Academia Española porque van a incluir el término nadaísta en el diccionario. ¡Después de que éramos los atilos del lenguaje! Entonces ¿uno transige aceptando o es que ellos transigen llamándonos?”, se pregunta el nadaista. Cuando en 1985 el entonces editor de El Tiempo le preguntó a Arbelaez y Eduardo Escobar que era lo que a su entender le faltaba al periódico, ambos fueron contundentes: “nuestra firma”.
Y no es que los nadaistas no hallan participado de las elecciones en Colombia. Cuando el candidato a la presidencia colombiana, Alfonso López Michelsen lanzó su eslogan: “pasajeros de la revolución, subid a bordo”, los nadaístas le enviaron un telegrama contestándole: “nosotros somos pasajeros de la revolución, pero gracias: no viajamos en tercera”.
En 1970 Gonzalo Arango y Jaime Jaramillo deciden apoyar la campaña de Belisario Betancourt a través de la revista Dadaísmo 70. Solo por el hecho de tratarse de un poeta.
Elmo Valencia y Jotamario Arbelaez respondieron a la iniciativa ofreciéndole gratuitamente al general Rojas Pinilla (su oponente) el eslogan “la yerba es verde, pero la esperanza es Rojas”. Como el eslogan fue rechazado, decidieron escribir el Libro Rojo de Rojas, donde denunciaron el fraude electoral contra el ex dictador populista. La iniciativa fue un fiasco editorial debido a la letra diminuta que los autores eligieron para abaratar costos. Sin embargo algo de la inversión pudo salvarse gracias a la brillante idea de vender el libro con una lupa de regalo. Además, la experiencia le permitió a Jotamario trabajar en las futuras campañas electorales de Betancourt, además de las de Álvaro Gómez y Andrés Pastrana (que accedió a la Alcaldía de Bogotá con su lema “diciendo y haciendo”).
La anécdota de cómo Jotamario Arbelaez renunció al nadaísmo para dedicarse a la publicidad es ejemplar. Era ya un reconocido poeta nadaista en los setentas. A veces caminaba solitario las calles a la espera de que la madrugada desocupara algún cuarto de algún amigo en la residencia de la Universidad Nacional. Los placeres nadaistas, es sabido, nunca incluyeron una renta y muchos menos el pago de un alquiler.
Su destino preferido era el puente subterráneo del Hotel Tequendama. Ahí, guarecido del frío, podía caminar insomne, de punta a punta, entre escaparates de joyerías, devorando las obras completas de Kafka.
Un buen día un amigo nadaista le recomendó: “¿Por qué no vas a pasar la noche a una funeraria?”. Había más calorcito, tinto (café) y la gente rara vez hacia preguntas.
Ahí, cierta vez, eligiendo un velorio poco concurrido para poder leer en el sofa, una reluciente dama lo recibió con los brazos abiertos.
“Muchas gracias por venir ¿Hace mucho que conocía a José Luis?”. “Claro señora”, contestó Jotamario, “le gustaban mucho mis poemas. La última vez que nos vimos prometió regalarme ese anillo que lleva puesto”.
La dama no solo le regaló a Jotamario el anillo sino también un par de trajes del difunto, ocasión que el buen nadaista aprovechó para seducirla. Del romance surgió la posibilidad de un empleo en la agencia de publicidad que la dama había heredado de su marido. Una de esas noches los nadaistas vieron llegar a Jotamario elegantemente vestido en un auto de lujo y con dinero suficiente para financiar esa y otras parrandas. Aquella noche el joven Arbeláez presento su renuncia indeclinable a la poesía y el nadasimo. Promesa que, por supuesto, jamás cumplió.
“No dejar ni un ídolo en su sitio”. En 1963, la rebeldía de los nadaistas alcanzó a su propio profeta. Los principales miembros del grupo quemaron en el puente Ortiz de Cali una efigie y los escritos de Arango. “De un momento a otro te has puesto a adorar la sociedad. Seguramente esperas que te den algo. Pero te equivocas. Si eres un verdadero artista, la sociedad no tiene nada que darte. Y el poeta se dejará revolcar, pero no pactará. Los que pactan son todos aquellos a quienes combatimos y despreciamos. Cuando todos nosotros estemos muertos, los jóvenes serán nadaístas”, escribió Jaime Jaramillo Escobar en su Tarjeta de luto a Gonzalo Arango.
Arango aceptó el parricidio nadaista renunciando al movimiento para convertirse al cristianismo, enamorarse de una joven hippie inglesa (Angelita) e iniciar, para muchos, la etapa más pobre de su obra poética.
La última carta que le envió a su amigo Fernando Botero fue pidiéndole un dibujo para comprar el pasaje que lo llevaría a Londres a conocer a su suegra. También le vendió su biblioteca a la secretaria de Simón González (hijo del filósofo Fernando González) y su máquina de escribir a Arbelaez. Moriría poco antes de tomar el Boeing 707 que los conduciría al país de los Beatles, en un accidente en un taxi rumbo a Villa de Leyva.
Más allá de sus implicancias políticas y el devenir de sus integrantes más consagrados el movimiento ha mantenido una inusitada vigencia en Colombia y el mundo. Sus libros se pasan de mano en mano y en todos los rincones del planeta siempre surge algún joven dispuesto a declararse nadaista. No hace mucho, en Buenos Aires, el escritor y albañil Javier Vicente refundó el movimiento para luego depositarlo en Uruguay. Allá, la nada, no paga impuestos.