Por Lea Ross
El polémico documental, que pone en jaque a la figura de Michael Jackson, funciona más como un ensayo sobre el funcionamiento de la pederastia, más que un alegato judicial.
¿Qué tan delgada es la línea entre lo impulsivo y lo planificado? ¿Hay una ingeniería detrás de todo comportamiento cuestionable? ¿Hay una metodología que garantice su funcionamiento paulatino? Pareciera ser un planteo mecanicista sobre una problemática tan delicada como es el abuso infantil. Pero esa incógnita es la que prevalece en el aire del documental Leaving Neverland, producido por el canal televisivo HBO y que es el trabajo que ha puesto en vilo al fallecido artista Michael Jackson, justo en el año que se cumple una década de su fallecimiento. Que si la pederastia tiene un diseño en planos, entonces la intención es que sea desenrollado.
Dirigido y producido por el británico Dan Reed, la película se constituye en dos parte con una duración total de ¡cuatro horas! Los únicos materiales filmados para la película son las entrevistas y los registros panorámicos realizados por un drone. Las dos figuras que centralizan la trama son Wade Robson y James Safechuck. Ambos treintañeros aseguran haber sido abusados, en reiteradas ocasiones, por el “Rey del Pop” en sus períodos infantiles. Todo lo demás son registros fotográficos y fílmicos de archivo.
La película comienza como si se tratara de un biopic melodramático. Ambos protagonistas comienzan comentando sobre el inicio de sus vidas, sus respectivos pueblos donde se criaron y su relación con sus familiares. Los entrevistados secundarios son todos parientes de los protagonistas. El insistente foto-montaje casi emula a un álbum de fotos familiar.
Intencional o no, resulta sugestivo que la entrada de Jackson en el relato fílmico sea con fragmentos del videoclip Thriller; en particular, el momento de su rostro maquillado de zombie. Como así también, registros televisivos del lanzamiento de su disco Bad, con letras rojas.
El testimonio de ambos protagonistas, que conocieron al cantante y frenético bailarín sin siquiera llegar a los diez años de edad, se realiza de manera cronológica. El momento donde comienza el relato sobre el inicio de los abusos se torna abrupta. Sin una “previa” para la tensión. Aquí, la rigurosidad estética se inmiscuye con la directiva periodística. El dato no es el crimen en sí, sino el costado de su alevosía.
En el filme, hay una presencia persistente de planos aéreos (a veces, demasiado insistentes), donde se registran los distintos ámbitos que mencionan los entrevistados sobre determinados acontecimientos. A lo alto del cielo, la presencia humana no es visible en las calles. Por ende, todo permanece oculto, encerrado en esas viviendas o edificios. La reducción de lo horrible, ocurrido dentro de cuatro paredes, desde la perspectiva de una cámara voladora a gran altura, forma parte de una narrativa que se torna clásica dentro de un relato policial.
Pero el morbo no se hace presente. Es cierto que tanto Robson como Safechuck otorgan detalles escabrosos sobre los distintos momentos vividos con el autor de Billie Jean. Sin embargo, hay un extremo cuidado en cuanto al criterio de edición y música. Ya que el propio Reed no se limita a conformarse con que la película sea una denuncia con carácter amarillista.
Neverland, aquel frondoso espacio conformado por una mansión que incluía distintos parques de entretenimiento –y por donde ocurrieron buena parte de los crímenes denunciados- no solo es una escabrosa imagen reducida, como dice uno de los entrevistados, en caramelos y pornografías. Es el principal recurso literario de la película. Una imponente arquitectura donde la alienación es la clave de todo acto criminal. La metáfora que pretende apuntalar la cámara.
Las llamadas por teléfono, las visitas, los juegos, los viajes, los regalos, todos mecanismos de influencia de poder que ejerció el artista que siempre brillaba en los escenarios, sumado a sus voluminosos actos filantrópicos de caridad en causas loables. El éxito de un abuso, y reiterarlo con el correr de los años, se obtiene mediante el acto de seducción y de influencia.
En el trayecto de las entrevistas, en ningún momento vemos que esos dos jóvenes denoten repulsión o rechazo por el sujeto en disputa. Es notorio como persiste el nombre personal de “Michael” en sus palabras, como alguien que formó parte de los mejores momentos de sus vidas. Como así también, la exposición de las fuertes tensiones intrafamiliares que ocurrieron en las dos historias planteadas. Que las figuras de las madres no hayan percatado, aun en una sospecha mínima, sobre la relación de sus respectivos hijos con Jackson no es una cuestión que el director pretenda disputar –ya que no es quien para otorgar una pedagogía sobre maternidad-, sino para preguntarse cuál es el límite de esos lazos de convencimiento que fue tejiendo el cantante a la hora de construir su impunidad.
Incomoda e inquietante, Leaving Neverland funciona más como un ensayo sobre la dinámica sociológica de un pederasta, más que un alegato jurídico con sus inevitables feedback audiovisuales. En estos momentos, ya hay una seguidilla de videos de YouTube –algunos de ellos, hechos por fieles seguidores de la estrella pop- otorgando supuestas contradicciones de los testimonios. Pero su temple no se reduce a creerle o no a los que están frente a la cámara, a pesar que tiene una clara postura firme sobre eso, sino en indagar aquello que no logra ser registrado. Y al igual que la ganadora del Oscar Spotlight, sobre la investigación periodística de casos de pederastia de la Iglesia, la noticia no pasa por el testimonio del crimen. Sino en el ensamblaje de ese crimen que le permitió prevalecer en lo alto, como solo un patriciado podía ofrecer. Pero dejando claro que la estética es ética. Y por ende, que la morbosidad sea el privilegio de los monstruos.