Por Mariano Pacheco
Libros y alpargatas. Reseñas de un escritor cabeza. Un día como hoy, pero hace 77 años, nacía Rodolfo Fogwill, “Quique”, el escritor argentino fallecido el 21 de agosto de 2010, o simplemente Fogwill, el muchacho punk.
Estaba por cumplir sesenta años cuando, en enero de 2001, firmó el Barcelona las palabras preliminares de su libro En otro orden de cosas, publicado en 2002 por editorial Mondadori, y en 2008 y 2011 por Interzona. Fogwill empezó a publicar tardíamente podríamos pensar, si asumimos que los 38 años eran la vejez extrema para aquella generación. A diferencia de otros “compañeros de ruta” él había estudiado sociología, era un publicista exitoso y un personaje al que no le importaba colocarse en el lugar de la corrección política progresista (en 1979, de hecho, ganó en plena dictadura el Premio Coca-Cola con Mis muertos punk).
De allí que sus libros, como Los pichiciegos (escrito de manera veloz, al ritmo del corazón agitado por la cocaína, mientras se desenvolvían los acontecimientos bélicos), hayan desconcertado a tantos. Algo similar puede pensarse de En otro orden de cosas. Libro que tenemos entre mano para leer, pero también para subrayar, hacer anotaciones a los costados, releer. Es que eso pasa con Fogwill, uno lo lee como quien lee cualquier otro cuento o novela y se topa con una serie de frases que lo dejan pensando, meditando casi sin querer.
Sea una novela, un relato o un mero equívoco literario, la crónica que sigue, sigue durante doce años una penosa biografía, construida con la mezcla arbitraria de la biografía del autor, de otras que conoció y la del propio personaje, escribe Fogwill, el muchacho punk, para abrir En otro orden de cosas.
¿Cuándo empieza un período político? ¿Cuándo termina? O más bien: ¿cómo hacer para fechar un proceso? Siempre hay controversias en torno a ello, y cuando de historia se trata, siempre se puede ir un poco más atrás.
La operación Fogwill en este sentido es fundamental: él fecha en 1971 el inicio de este libro, momento en que el ex presidente de facto Alejandro Agustín Lanusse, al frente del último tramo de la dictadura autodenominada “Revolución Argentina” lanza el Gran Acuerdo Nacional, y lo cierre en 1982, cuando la dictadura del autodenominado Proceso de Reorganización Nacional se propone recuperar por la fuerza las Islas Malvinas, tras un marcado desgaste del régimen. Es el período de auge y caída de los intentos (desde el peronismo y la izquierda) de llevar a cabo una transformación revolucionaria de la sociedad argentina. No casualmente en la tapa del libro se lo puede ver a Perón, sonriente, con un revólver en cada mano. A buen entendedor, pocas palabras…
En otro orden de cosas no es el típico texto clásico, realista, al que podríamos catalogar bajo el rótulo de novela histórica. Los aspectos políticos centrales del período no se abordan de manera directa en el relato sino a través de una construcción narrativa en la que aparecen cifrados a través de breves comentarios, líneas de paso que condensan el dramatismo de un tiempo que parece fuera del tiempo pero que sucedió aquí, con fechas y lugares precisos, con nombres propios específicos.
Sin embargo, el personaje central de la novela permanece anónimo, nombrado simplemente como él.
En un entorno permanentemente cambiante, solo la introducción de nuevos cambios garantiza la estabilidad de lo esencial. Lo esencial se irá confundiendo gradualmente con la producción de cambios, tendiendo a llegar al punto donde cambio y permanencia no puedan distinguirse, puede leerse por ahí, en un capítulo ya avanzado de la novela. ¿Qué cambió y qué permaneció igual en la sociedad argentina en esos años?
Los compañeros habían cambiado. De los de antes, hasta el recuerdo de sus nombres se había disuelto en este unísono… Ahora llegaban hombres nuevos con bigotito, sueño, valijas y camperas azules. Gente joven: una generación entera de recambio, escribe Fogwill, y por si quedan dudas aclaramos que el apartado corresponde al capítulo fechado en 1973.
Al protagonista, se nos aclara, le encargaban misiones: tareas, acciones.
Es todo lo que sabemos. Él, el protagonista, es un joven como cualquiera, que vive en pareja y de un día para el otro ingresa en una organización armada. Allí cumple tareas específicas mientras trascurre -sabemos, aunque Fogwill no escribe nada al respecto- la retirada de la dictadura, la campaña del Luche y vuelve, los fusilamientos de Trelew, el triunfo de Cámpora en las elecciones, su breve gobierno, el ascenso de Lastiri, la convocatoria a nuevas elecciones y el triunfo de la fórmula Perón-Perón, con el General como presidente y su mujer Estela Martínez (Isabelita), como vice.
1974 es el año que marcha al ritmo de la revolución, podríamos creer, leyendo en el libro apartados como el siguiente:
Caminando por la avenida hacia el centro, la línea correcta se manifestaba como el aliento que retenía durante cuatro pasos. La gente era aquél aire. La revolución se disparaba en todas las direcciones de la ciudad y esas parejas tomadas del hombro o de la mano, y los muchachos que parecían esperar el llamado de la revolución apoyados en las paredes y mirando las pieles y las caderas de las adolescentes con una sed de armonía que sólo el movimiento de conjunto puede satisfacer: todo era un retumbar, el ritmo de la revolución…
Pero resulta que Fogwill agrega, apenas unos párrafos después, líneas como éstas:
Llegó el otoño, después pasó el invierno y la primavera dio lugar gradualmente al verano… El otro invierno anunció la crudeza por la manera de oscurecer: repentinamente se acortaron los días y la oscuridad bajaba como si una cortina de aire helado y negro se hubiese desplomado sobre el país.
Son líneas dignas de ser leídas en serie con la de otros momentos emblemáticos de la literatura nacional, como cuando Roberto Arlt describe la zona de angustia en su novela Los siete locos. Pero las décadas no han pasado en vano en el país, y la crueldad de las clases dominantes se hace sentir mucho más con cuarenta años de diferencia. Fue un invierno de perros: se notaban sus consecuencias en las caras. La gente palideció, agrega Fogwill. Y remata: La radio insistía emitiendo pronósticos de más frío… Los autos se demoraban en arrancar… la gente solo trataba de protegerse.
Es el pasaje del año 1974 a 1975. Algunos fueron a trabajar directamente para el enemigo escribe Fogwill. Allí comienza el proceso de mutación de él, el protagonista innombrado.
De la orga a la obra. El personaje pasa de militar en una parte muy específica de una organización revolucionaria a trabajar como obrero en la construcción de una autopista en la ciudad de Buenos Aires. ¿Cuánto hay de cambio en las cosas? ¿Cuánto de permanencia?
Se dice en la novela que la obra comenzó durante el gobierno de Perón, pero que dio un vuelco importante tras la irrupción de los militares en el gobierno, luego del golpe del 24 de marzo de 1976.
El plan se presenta claro: reordenar la urbe, con una ejecución del plan por la fuerza si es necesario (desalojo forzoso de población de villas con fuerzas represivas), todo con la necesaria contribución profesional (encuestadores, médicos, psicólogos).
El golpe de marzo de 1976 no es ni siquiera mencionado en la novela, pero en ese capítulo pueden leerse frases sugerentes, tales como Todo el mundo tiene necesidad de formarse un punto de vista… Y eso los pierde. O: Todo es una cuestión política.
El desarrollo del Proceso de Reorganización Nacional puede leerse entre líneas, año a año, en comentarios y paralelismo que van desde el momento en que se topan, removiendo escombros de la obra, con un cementerio y centenares de cadáveres bajo tierra en un patio colonial hasta la referencia a la invasión de productos extranjeros que vive el país, pasando por otros más directos como cuando se describe brevemente el historial de una amante del personaje y se nos informa que ella, la arquitecta, antes de graduarse estaba con sus compañeras en la revolución (y la mayoría ahora estaba muerta, se explicita, por si quedaban dudas).
Pero el miedo no era una cuestión sólo de quienes corrían riesgos por haber participado de la apuesta revolucionaria. El miedo parece haberse apoderado del cuerpo social, parece querer decirnos Fogwill.
Tenían miedo. Cada tanto mataban a alguno que se salía del carril. Ya no se oía comentar secuestros de revolucionarios, pero en el Estado crecía el malhumor contra los que empezaban a desertar de sus filas. Asustaban a un periodista acólito, baleaban a otro, habían precipitado la quiebra de un banco porque el dueño había cambiado de bando en las disputas entre sectores, puede leerse en la novela en la que no falta alguna referencia a las aventuras del almirante (Masera), el conflicto limítrofe con Chile o el Mundial de Fútbol de 1978. Y en la que también aparecen apartados como éste:
Incapaces de desplazar un batallón de tanques sin producir bajas por accidentes de tránsito y dejar el camino sembrado de chatarra reciclada de la segunda guerra europea, se habían especializado en sus tareas elementales de inteligencia, atentados y secuestros de personas.
Resuenan tal vez en algunes lectores las reflexiones emprendidas por león Rozitchner, cuando planteó que las fuerzas armadas en Malvinas nunca hubiesen podido ganar la guerra, porque estaban formadas en una doctrina que era la del enemigo, destinada a la represión interna y no a la defensa de la soberanía nacional.
De allí el linkeo con lo que escribe Fogwill, quien luego destaca:
Todos eran potencialmente díscolos: si habían sobrevivido, era, como decía el informe español, por su “capacidad natural para adaptarse a entornos en permanente estado de cambio”. Y vaya que nuestro personaje fue capaz de adaptarse.
Tal vez sea esa situación, de hecho, la que haga que el protagonismo no provoque repulsión en el lector. Como si los simples días hubiesen ido pasando y el muchacho haya pasado casi sin darse cuenta de organizar los aprestos necesarios para una operación militar de una organización revolucionaria a preparar en detalle un coloquio empresarial sobre la representación política cuando la dictadura comienza a presentarse en retirada.
El mismo personaje que, casi sin darnos cuenta, mientras transcurren las páginas del libro, vemos pasar de ser un simple peón de la obra a maquinista, y luego, técnico administrativo en las oficinas de la empresa constructora, desde donde va a ir creciendo hasta llegar a convertirse en asesor y promotor de las iniciativas culturales del proyecto empresarial.
En otro orden de cosas, entre otras cosas, es también una reflexión aguda sobre las condiciones de producción intelectual y de algún modo propone una mirada amarga sobre el pasado reciente de la Argentina.
La revolución se disipaba en el pasado como un mal recuerdo. Los revolucionarios inauguraban agencias de automóviles, gomerías, bares. O hacían política, canjeando su historia pasada por las dádivas de los partidos que empezaban a reaparecer, escribe Fogwill hacia el final del libro. Y agrega:
Algunos escribían historias. No eran historias de la revolución. Las publicadas, y las que circulaban semiclandestinamente, eran relatos de la derrota...
Mientras Fogwill escribe estas líneas aún el pasado oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos. Faltan semanas, meses nomás, para que el miedo incrustado en el cuerpo social estalle por los aires. Es un libro que piensa en posdictadura lo que sucedió en el ciclo político anterior. Pero que de algún modo está poniendo el dedo en la llaga de ese país que se construyó sobre las cenizas del fuego que arrasó con una esperanza. Lo que sigue es otra historia, nuestra historia más reciente. La que Fogwill llegó a vivir en parte. Y de la que también dejó algunos testimonios.