Por Lea Ross
Nueva búsqueda sobre la influencia de la(s) política(s) del tres veces gobernador de Córdoba en los contenidos audiovisuales locales.
Decíamos en el artículo anterior de Pelopinchos en celuloide, que la presencia policial en las producciones audiovisuales autóctonas cordobesas se proliferó, a medida que se profundizaron las políticas represivas por parte del hoy fallecido José Manuel de la Sota. A pesar que los dos productos más populares, que son la película De caravana y la serie La chica que limpia, ubican a la figura del policía por la periferia, el resto de las realizaciones lo trasladan por el centro. Pero además, como en toda sociedad regida por el capital, si hay un policía en las calles, es porque en esa ciudad hay desigualdad social. Y el cine cordobés no escapa a esa desfragmentación de clase.
Es decir, así como en el segundo mandato del ex gobernador se inició un traslado de familias instaladas en barrios informales hacia los márgenes de la ciudad mediante la construcción de los denominados “barrio-ciudad”, la policía tuvo su traslado del exterior al interior propio del campo audiovisual.
La reconfiguración urbanística en la ciudad capital, llevando a la concentración de la pobreza a la periferia y una elevación de los valores de la tierra por el centro, decantó en un notable ensanchamiento de las clases sociales cordobesas, a tal punto que a la última generación de cineastas cordobeses se la ha criticado de solo indagar las problemáticas que corresponden a su propia generación y ámbitos socioeconómicos.
Un faro luminoso, exuberantes terminales de ómnibus (que se inundan), el adornamiento de edificios históricos con guirnaldas luminosas y la transformación de edificios históricos en shoppings de alto consumo (el “buenpastorización” de la ciudad) son políticas provinciales que apuntan hacia un ciudadano-consumidor que le garantice su movilidad en los espacios públicos, dispuestos a derrochar billetes de sus bolsillos y que los “pibes de gorra” no lo pueden garantizar, con la retención policial mediante.
El documental Buen pastor: Fuga de mujeres (2010), de Lucía Torres y Matías Herrera Córdoba -sobre el testimonio de ex presas políticas de la Dictadura y sobre la misma cárcel convirtiéndose en un centro de atracción para cierto poder adquisitivo- es la más explícita en cuanto apuntalar a una forma de gobierno sustentado entre el olvido y la chatura consumista.
Si Buen Pastor fue en ese momento una advertencia de lo que significa un Estado que fagocita su historia, el mediometraje La hora del lobo (2015), de Natalia Ferreyra –sobre jóvenes universitarios linchando a todo aquel que caminaba por las calles, durante los saqueos de diciembre de 2013- expuso sus consecuencias.
Es en esa incertidumbre, oscuridad y desazón que tiene esa gran ciudad consumista –o no tan grande- como es la Córdoba capital, donde hay toda una seguidilla de historias, en general de amores perdidos o por nacer, en donde los personajes se encierran así mismos, alejados de todo un exterior que no parece garantizarles ese apego que tanto se busca.
El último verano (2014), de Leandro Naranjo; El grillo (2014), de Herrera Córdoba; El tercero (2014), de Rodrigo Guerrero; e Instrucciones para flotar un muerto (2018), de Nadir Medina, entre otras, son relatos claustrofóbicos, cuyas figuras van encontrándose adentro de cuatro paredes. Y para eso, se alejan de todo el tormento que hay en la jungla de asfalto. Estas dos últimas, incluso, remiten a un reencuentro, en un pasado no coincidente con este presente.
Pero más que nada, personajes que conviven en las mismas dimensiones. Todo lo contrario a las películas que transcurren en ámbitos naturales sin cemento, donde el conflicto ocurren por las diferencias de género –Salsipuedes (2011), de Mariano Luque-, de los roles familiares –Soleada (2016), de Gabriela Trettel- o incluso de clase -Camping (2017), realizado por un taller colectivo dirigido por Ruiz-.
Incluso, ese descontento hacia esa vorágine urbana llevó a algunas realizaciones por fuera de las fronteras cordobesas, como es el caso de Las calles (2016), de María Aparicio, donde reconstruye de forma ficcional la experiencia de la única escuela de Punta Pirámide (Chubut) para hacer que el pueblo participe en la selección de nombres de sus calles. Una curiosa experiencia, muy difícil de encontrar en una Córdoba con escuelas a la intemperie y barrios subsumidas por la violencia.
De hecho, tanto en la obra de Naranjo como Medina, sus protagonistas (jóvenes, clase media, de Nueva Córdoba) hacen referencias explícitas de lo cambiada que está la capital o de las curiosas obras que pueden avizorar desde sus balcones, ya sea una terminal inundable o un faro en tierras mediterráneas.
La casualidad y la desdicha vial llevó a que Instrucciones para flotar un muerto sea la primera película de la Córdoba pos De la Sota. E involuntariamente, una respuesta a la premoldeada visión audiovisual del ex mandatario a la hora de divulgar sus gestiones de gobierno para las pantallas televisivas. Si desde el Estado provincial realizaron spots propagandísticas, con sus tomas panorámicas sobre las magnánimas obras públicas (e inútiles) para denotar la perseverancia fálica de su gestión, la inédita toma subjetiva de un muerto flotando en el centro de la ciudad, mostrando una Córdoba plagada de edificios sin vidas y monocromáticos, son una inédita subjetividad ficcional que encara contra la mirada de un gobernador muerto que solo anhelaba alcanzar en lo alto la cúspide presidencial.
Fotograma: El último verano