Por Lea Ross
Una búsqueda sobre la influencia en la(s) política(s) del tres veces gobernador de Córdoba en los contenidos audiovisuales locales.
El nacimiento del supuesto “Nuevo Cine Cordobés” quedó pautado a partir del inicio de la presente década. Justo en la antesala del tercer y último gobierno de José Manuel De la Sota (2011-2015). Ya para entonces, había cumplido dos períodos y uno de la mano de su socio Juan Schiaretti.
Para cuando fallece en un siniestro vial hace un par de semanas, Córdoba estuvo regida por 20 años del gobierno de su partido. Bastante tiempo para una gestión. Lo suficiente como para definir sus bases materiales y, con ello, las dinámicas de sus instituciones que dinamizan las disputas simbólicas.
En esa tercera gestión, en su afán de preservar su insistencia de crecer como figura central en las disputas presidenciales de la Nación, De la Sota retomará su fórmula ya utilizada en su segundo mandato (2003-2007) poniendo a la policía como el eje principal en la presencia vecinal-mediática del Estado. Detenciones arbitrarias, razias, operativos saturación, corralones, todo bajo el registro óptico y fílmico de la prensa o del vecindario.
En una de las secuencias iniciales de De caravana (2011), dirigida por Rosendo Ruiz, la cámara filma a la juventud haciendo fila en el Estadio del Centro para asistir a un recital de la Mona Jiménez. Dentro de esos planos cortos, la lente no se despista del cacheo de la seguridad hacia los que quieren entrar.
La obra más popular que ha creado el cine cordobés contemporáneo no escapa de la fragmentación social de la ciudad capital, como así tampoco la todavía vaga proliferación de formatos ficcionales en la televisión. Como una canción romántica de cuarteto, De Caravana reniega en contar un culebrón de telenovela, para desplegar los recursos cinematográficos exaltados por corrientes y referencias que van desde los postulados de André Bazin sobre la democratización de la profundidad de campo, como su puesta en ejercicio por parte de Jean Renoir, más la influencia colorida de Alain Resnais. Rosendo Ruiz habla en cordobés, pero narra en francés.
Si De caravana es un relato acerca del amor sobre toda diferencia social, la premiada serie La chica que limpia podría ser su contracara. Ganadora del Martin Fierro Federal –a su vez, una de las más vistas en la plataforma audiovisual CINEAR-, este serial quedó atrapado bajo el sin remedio policial estadounidense. El clasismo de dos policías en busca de una banda mafiosa termina chocando contra la contemporaneidad de ideas que remiten al “neonoir” de un Breaking Bad –el talento químico de la protagonista de quitar manchas para limpiar las escenas del crimen- y de otros poco memoriosos sobre asesinos a sueldo.
En ambos casos, la figura del policía, como del propio rol del Estado, permanece en una periferia pasajera. En La chica que limpia no parece haber policías, hay detectives. Ni siquiera en el tiroteo final del último capítulo parece haber presencial policial, sino más bien de una tropa de elite, a partir de lo que se ve y de lo que se escucha. En De Caravana, la policía es casi un chiste. Su protagonismo aparece cuando confunden al protagonista con un sujeto que persiguen. Todo por portar un objeto que lo delata: una gorra, que es un objeto que ya mantenía una enorme presencia en las manifestaciones callejeras.
Mientras el cine cordobés se sumerge en relatos intimistas, supuestamente apegados a un movimiento global que sacraliza las “historias mínimas”, en paralelo emerge una seguidilla de producciones audiovisuales donde la figura del policía va alejándose de los márgenes del cuadro para entrar hacia dentro de la misma, en los puntos de atracción.
Mientras el gobierno de De la Sota, en su tercer período, eleva aún más los casos de razias, el círculo audiovisual crea una plétora de subjetividades de distintos ángulos sobre el accionar policial y la efervescencia represiva. Entre esas búsquedas, podemos mencionar las que indagan la conducta juvenil en resistencia apegada a los tiempos de la selfie (Merodeo, de Fernando Restelli), la incorporación del linchamiento callejero como política de clase (La hora del lobo, de Natalia Ferreyra) o la construcción de una identidad punk para apuntalar directo al Estado (Mi gorra brilla, de Celeste Onaindia).
O, directamente, la postura de denuncia sobre el terrorismo no como un privilegio de las dictaduras. La adaptación fílmica del libro homónimo La sombra azul, dirigida por Sergio Schmucler, se diferencia de la obra literaria escrita por Mariano Saravia a partir del quiebre cronológico: los saltos temporales del protagonista hace dudar si sus vejámenes son fruto de una violencia estatal manejada por milicos o por los votos.
Toda violencia estatal responde a un interés político. Y todo interés político, tiende a responder a un interés económico. Resta la pregunta si existirá una película cordobesa que represente o refiera al modelo económico propuesto por De la Sota en estos veinte años de gobierno.
Lo más cercano que tenemos, por ahora, es una escena de la intimista ópera prima de Inés Barrionuevo, Atlántida, donde una de sus protagonistas charla con un camionero, interpretado por el cómico Beto Bernuez con un rostro que emana intereses macabros con la joven. Ella misma le pregunta qué lleva en su cargamento. Le responde con una palabra corta y secante, antes que el corte nos lleve a otra escena: soja.