Por Lea Ross
Quizás el principal mérito de El ángel, la última película de Luis Ortega (director de la serie Historia de un clan) y basada en la historia real del asesino juvenil Carlos Robledo Puch, es la de no caer en el detallismo historiográfico. Es cierto que la presencia de los años setenta y finales de los sesenta es muy fuerte como el peso de los colores en su tonalidad. La moda y el baile se presentan como algo que excede al mero marco. Pero toda la obsesiva reconstrucción policial de los hechos no son la regla. El cineasta indaga, curiosea, puede ensamblar algunas piezas, pero no llegar a algo resolutivo. No pretende ser un perito.
Se abstiene a explicar por qué su personaje toma ese camino. La primera toma de la película vemos caminando a Carlitos (interpretado por Lorenzo Ferro, de 19 años, hijo del actor Rafael Ferro y en su debut en el cine) en plano entero en una vereda, con una caminata canchera, para finalmente asegurarse que no hay moros en la costa y penetrar por la entrada de una vivienda. Para Carlitos, la propiedad privada es como estar en prisión, aún cuando él nunca estuvo; aunque lo estará y tendrá un exitoso escape. “¿La gente esta loca? ¿Nadie considera la posibilidad de ser libre?”, se pregunta. En medio del filme, se detalla que Carlos es un nombre germánico, que significa hombre en libertad. “No sé. Mi mamá me lo puso por Carlos Gardel”, replica el protagonista.
Aquí es donde la delincuencia y el arte nuevamente se conectan en forma orgásmica. No es ninguna novedad que en el cine, el ladrón se considera un artista. Pero en el caso de El ángel, pareciera ser que el delincuente o cleptómano (Carlitos no roba por plata) es la respuesta ante la reprimenda del artista. El arte como producto acabado merodea por los caminos de Carlitos: el cuadro con figuras humanas desnudas, la vedettización del espectáculo por televisión por parte del personaje de Ramón (Chino Darín), donde Carlitos solo no podría parecerle eso una chantada si tiene la posibilidad de bailar con él, y también las composiciones para piano, que incluye un enigmático Himno Nacional Argentino.
Incluso, se augura una directriz cristiana, que hasta el propio nombre de la película lo expone. Carlitos asegura que a su madre tenía que rezarle para que su cuerpo pudiera garantizar un desarrollo embrionario, hasta que el milagro ocurrió. “Soy como un enviado de Dios”, apunta en voz en off nuestro protagonista. Si ese detalle es real o no en la biografía de Puch, no importa. En toda la película, no aparecen las típicas leyendas de “Basado en hechos reales” o los datos actuales sobre el caso Puch en el tramo final de la película. Ni siquiera nos recuerda que Carlos Puch sigue en la cárcel (de hecho, ya se sabe que quedo molesto con la película por la supuesta atracción homosexual). Pero como dijimos, el propósito de la película no es la condescendencia hacia los registros históricos. Es el aprovechamiento de ciertos elementos verídicos para construir (y si se quiere, justificar) una narración para otro propósito.
Muy raramente se tiene la posibilidad de encontrar una película donde no sea la palabra la que nos permite bucear en la conciencia propia de un personaje. En este caso, en lugar de que sean los diálogos que cumplan la función de la bajada de línea, son los parámetros antropomórficos del actor/personaje que llevan a cumplir ese objetivo. La altura, la manera abierta de caminar, el pelo enrulado de color brillante, las dimensiones chatas de su rostro, los abultados labios carnosos y rosados (no es casual que Ortega descubrió al joven Ferro por una serie de fotografías para una revista), y por ocasiones su swing al ritmo del extraño de pelo largo, configura toda una ventana que nos lleva a apuntalar al placer como el mejor remedio para conocer el afuera.
Un detalle clave en la película es la presencia de gónadas masculinas, ya sea pijas y testículos, como así también la ausencia de conchas y tetas del cuerpo femenino. No es ninguna novedad sobre el resentir de una exploración sexual por parte de los bandidos varones. La mejor obra sobre Bonnie y Clyde, realizada por Arthur Penn en 1967, se focalizó en la impotencia que tenía el personaje encarnado por Warren Beatty. Ya de por sí, era temerario meter a un galán cine en la pantalla grande tratando de ocultar sus problemas de erección.
Y es ahí nos sumerge la otra clave de la película, y quizás más temeraria. En medio de todas las ¿parábolas? que tiene Carlitos con distintas figuras masculinas y sin llegar a consumir su deseo, encontramos una serie de desencuentros con su propia madre (Cecilia Roth), teniendo como momento fulmine el apuntarle un arma en la cabeza. Él disfruta comer milanesa con puré como la que prepara ella, pero parece que ni eso es suficiente como para acogerla con sinceridad.
Es la compenetración que tiene el creador de su propio monstruo, Luis Ortega, donde carga a su vez el peso (contra) edípico de llevar el nombre de su padre, figura estelar del entretenimiento setentista, a tal punto que el amor no platónico de Carlitos tiene el mismo nombre de pila que el de Palito Ortega: Ramón. Y si bien el padre de Carlitos pareciera ser un personaje secundario en esta trama, es el que decide ocultar el bolso con dinero, mientras es contemplado ante los ojos desde la ventana del protagonista. Impensado para él que su madre pudiera llegar a ser algo como eso. Quizás sea el Himno, aquella melodía que conocemos más por imposición que por entusiasmo, la que nos centraliza en el Super-yo de no robar en ese departamento porque el dueño nos lo pidió, mientras en el alrededor de ese mismo lugar, el resto practica sexo oral.
El único momento que decide cumplir con un pedido que le brinda su madre, que será desde un teléfono, es el que le costará su libertad, aquel que tanto bregaba y que ahora por consolarla la perderá. Solo la música le garantiza tener algo que le de fuego en su mirada y sin preocupaciones más.