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Santiago. Otro cuerpo sin canciones asesinado por el Estado argentino.


Por Emiliano Scaricaciottoli


Entre recursos epidícticos, coronas, recordatorios cliché y alguna voz genuina, el rock argentino se vuelve a sentir interpelado por otro asesinato a manos del Estado argentino.

 

La primera vez que ví su imagen proyectada fue en el recital que Cadena Perpetua, Bandera de Niebla y Los Antiguos brindaron en Niceto, el año pasado. En “Nicheto”, como le decimos los extremos cada vez que hay que reconocer públicamente el buen sonido del local “bailable”. La imagen de Santiago, espectral, ilustrada, blanca, pálida pero curiosamente viva, inundaba el cuerpo de Adrián Outeda. Ahí se cantaba: “Sos visigodo de la ciudad/ Y cancerbero en brutalidad./ Acá mando yo/ Y vos te callás...”, una especie de himno hardcore punk al público de Niceto cuando es “Nicheto”, pero también a la solemnidad pasatista del presente continuo; a la mirada gorda de quienes hacen de las muertes un lugar común. ¿Cómo reaccionó el rock argentino-complejo nominal que aún sigo sin entender, ni puedo mapear, ni creo que me interese, de hecho- ante el asesinato de Santiago? Se pidió por él-justicia, la de las instituciones, no la de las calles- en GEBA con Cultura Profética; en Munro con la Fernández Fierro; en el Hipódromo de Palermo con NTVG; hasta el Chizzo, Gustavo Nápoli, líder de La Renga en Huracán le dedicó “Lo frágil de la locura”. También se hicieron minutos de silencio en el bochornoso y patético BAROCK de octubre del año pasado, el nicho repugnante de Ripoll. Lo que le faltaba al rock argentino para homologar públicamente su estado de putrefacción: otro recital que fornicara las diferencias y las vomitara entre gestitos “nobles” de Carajo, Eruca Sativa y Fito Páez. En ese recital se censuró al nacional-socialista de Ricardo Iorio, que es ahora el mal de todos los males, o el estúpido entre todos los estúpidos. Recuerdo cuando solo él le cantaba a los mapuches o a las Madres de Plaza de Mayo. Pero esa historia solo se documentaliza para quienes no creemos que el rock en nuestro país haya sido en algún momento hermoso y solidario. La palabra “solidario” es lo más cercano a ese BAROCK '82 o al Festival pro-milico de la “Solidaridad Latinoamericana”. Bueno, estamos casi parados en el mismo lugar pero nos encantan los mitos de origen. Nos encanta sentirnos seguros en una nostalgia crónica que devuelve las súplicas a Dios-como cantaba Gieco gratuitamente para los delirios del defacto- y a la ciega de la balanza. El Pepo, en su reciente proyecto La Peposa Rock & Roll, le dedicó un tema a Santiago. Pasó de la pura declamación a la poética, a su micro-poética, a su propio estado de producción. La canción se llama “Gritamos bien fuerte” y, más allá de las buenas intenciones, suena horrible. Las Manos de Filippi nos acostumbraron a creer que el slogan o la pancarta de agenda tiene una ilusión de verdad y ética, profundamente ética, que toda acción musical queda en segundo plano. Lo que se escribe, lo que se compone. Hasta el multimillonario Manu Chao le cantó un “Por tí” en Valle del Río, cerquita de una comunidad mapuche chilena (el video está en YouTube). Y nada, no pasa nada. Si es el deber, si es lo que políticamente corresponde, me quedo con las buenas intenciones del Pepo, que precisamente no viene del palo del rock y, quizás, solo quizás, por eso es el único ejemplo digno de pensar a Santiago y de intervenirlo desde un lugar-insisto, en todas estas notas de La Luna con Gatillo- imaginario y confuso que llamamos rock argentino. Los dinosaurios le mandan coronas. Le mandan coronas a la familia Maldonado con consignas que servirían más para ellos, para su parque jurásico, que para la familia. Lo único que le objeto a García es que no se haya muerto a tiempo. Bono también pidió “rezar” en aquel recital de U2 de octubre del 17 (suena lindo, pero nada rojo, bastante verde y no abortero, precisamente). El colmo de la consolación que asegura cierta conciencia social, cierto lugar de conformismo político fue la carta del Indio que La Garganta Poderosa publicó a los ocho meses de su asesinato. El Indio le recuerda al fantasma de Santiago que su muerte fue producto de haber estado con “los desposeídos, los despojados”. Claro, siempre son los muertos ajenos los que están con “los desposeídos, los despojados”. Nunca los músicos. O casi nunca se los ve ahí corridos por las balas de plomo. En este sentido, el mainstream siempre dejó mucho que desear. Aún aquellos que cargan con muertes y que no han pagado ni con una pena social por ellas. El Indio termina su carta con un “Mi respeto, siempre”. ¿Cuál sería el respeto? ¿Componer una canción, como el Pepo? ¿Dedicarle una canción, como el Chizzo? ¿Nombrarlo en el Luna Park, como Mollo? El respeto del rock ya ha colmado todas las paciencias. Es no sólo inoportuno sino garante de su propia crisis. Recuerdo a José Larralde arrojando un pedazo de baldoza hacia el Congreso Nacional en diciembre de 2001. Me gustaría ver más imágenes así. Me gustaría pensar que el “respeto” y, volviendo a la cartita de Navidad del Indio, el de “siempre”, será trocado por una calle repleta de esos mismos músico que nunca han bajado de la torre de marfil, como impugnaba Mariátegui a los intelectuales de su época. Desde lejo siempre se ve mal, o no se ve, como decía el idiota de Andrés Ciro, más preocupado en que sus fotos comprando en Miami pasen desapercibidas en la intrusa página de la revista Gente que en garantizar un show digno, al menos en sonido, para su propio público. Respeto sería aún caer en los brazos de aquel Cuerpo. Canciones a partir del asesinato de Mariano Ferreyra que Aitor Graña produjo cuando las fuerzas de choque del kirchnerismo asesinaron a Mariano en Avellaneda. Cuerpo fue un disco interesante para transformar ese dolor en algo más que una superación individual. Los actos son irreversibles, y las palabras como potencias en acto también. Cantaban en ese disco Las Manos y Cadena: “Que Moyano y Pedraza, son la misma raza”. Al menos ese vulgar lugar común del arte subordinado a un sujeto político (que por lo general, apuesta a un híper realismo poco laburado, de pantuflas), al menos esa pancarta, al menos esa consigna. Al menos un lugar de repudio a las declaraciones de Aníbal Fernández bancando a la Federal: “...hizo lo que tenía que hacer”. Recuerdo, en ese entonces, al programa 678 responsabilizando al duhaldismo y a José Pablo Feinmann a Altamira. Cuerpo fue un momento crítico y de lucidez. Y vino del rock, curiosamente. De un rock descompuesto, perdido, sin referentes, o con los pocos vivos homenajeando a la muerte, reclamándola.


Me da asco el rock argentino. Será por eso que los que marchamos por Santiago no nos sentimos parte de ese BAROCK, del pasado y del presente, ni de esa cofradía humanista de buenas conciencias. El rock ya no suena en la bandera de sus padres. Sus padres han muerto en sus coronas, en sus rezos y en sus cartas.

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