Por Mariano Pacheco*
El nombre de Santiago Maldonado ha aparecido mucho entre nosotros durante éste último año. Lo hemos invocado en reuniones, en las calles, en el estudio radial de la trinchera radiofónica, en distintos escritos publicados en papel y otros que han circulado en la red.
Es que como Darío Santillán en junio de 2002, tendiendo una mano a Maximiliano Kosteki herido de muerte; como Mariano Ferreyra en octubre de 2010, tendiendo una mano solidaria a los trabajadores precarizados del ferrocarril Roca, también Santiago Maldonado se caracterizó por ejecutar ese gesto que trasciende la solidaridad y se transforma en una actualización de lo más humano que tenemos como seres humanos: la capacidad de sentir en lo más hondo cualquier injusticia, cometida contra cualquiera en cualquier lugar del mundo, como supo remarcar el Comandante Nuestroamericano Ernesto Che Guevara hace poco más de medio siglo atrás.
Así como Darío Santillán es el nombre singular más claro de la experiencia colectiva que podríamos denominar bajo el nombre genérico de 2001 y Mariano Ferreyra de quienes crecieron al calor de ideas y prácticas de izquierda en pleno auge de las expresiones nacional-populares, el nombre de Santiago se torna fundamental –me imagino- para la nueva camada de las jóvenes militancias que están enfrentando con rigor esta nueva fase de ofensiva conservadora en la Argentina. Por supuesto, hay otros nombres, a veces menos recordados, como el de Rafael Nahuel, y algunos que aparecen otras veces englobados bajo consignas más genéricas, como #NiUnaMenos. Pero el de Maldonado logra sintetizar en una singularidad un clamor popular que es colectivo y va más allá incluso de la lucha en la que se encontraba inserto.
Santiago puso el cuerpo junto a la comunidad mapuche de Pu Lof, no sólo se solidarizó con ellos: se puso en su lugar. Sintió el lugar del otro transformado en Otro absoluto por el poder que domina las instituciones del país, y se expande horizontalmente con sus ideas y valores por el cuerpo social. Y eso no es un dato menor, sobre todo en tiempos neoliberales, donde prima la mirada autocentrada del individuo, o a lo sumo, el ejercicio de una solidaridad que implica una externalidad con las causas defendidas. Santiago Maldonado, por el contrario, supo ponerse en el lugar del otro de cuerpo entero, para que sentimiento, pensamiento y acción pusieran en jaque aquello que hicieron, aquello que están haciendo de nosotros.
La operación macrista fue absolutamente clara en un doble sentido: por un lado, se buscó reducir la experiencia activa de lucha de las comunidades mapuches a una organización caracterizada como violenta, terrorista, en medio de un contexto signado por la ejecución de la Ley antiterrorista aprobada durante la anterior gestión de gobierno. Por otro lado, se intentó propiciar la teoría del buen salvaje: el resto de los mapuches (es decir, aquellos que no participan activamente de una lucha) son mansos, propensos al diálogo y el acuerdo con las fuerzas estatales argentinas. Allí Estado, Iglesia y empresas hegemónicas de comunicación (la santísima trinidad) coincidieron en pleno. Los nombres propios que simbolizaron dicha operación son Germán Garavano (Ministerio de Justicia), monseñor Juan José Chaparro (obispo de Bariloche) y Joaquín Morales Solá (columnista del diario La Nación).
La reactualización de la teoría de los dos demonios, que intentó ser reactualizada una y otra vez desde diciembre de 2015, se puso en marcha a un ritmo vertiginoso con el caso Maldonado. Como con “los encapuchados” – o “los duros” del movimiento piquetero-, también con la cuestión mapuche el fantasma de la violencia política apareció en primer plano. En este caso, además, las cosas se le presentaron al poder de un modo favorable para agitar ciertos fantasmas: los mapuches están en zonas despobladas, alejadas de los centros urbanos, se mueven a caballo, todo da para colocarlos en el lugar de guerrilleros o bandidos rurales, lo mismo da (“Villa Mascardi: un cerro boscoso donde anida la resistencia mapuche”, es uno de los títulos de un artículo publicado en el diario de los Mitre). Además, se suma el componente racista y chauvinista (son unos pobres negros de mierda que quieren robar suelo argentino) y el hecho de que la Patagonia es “el culo del mundo” (visto desde Buenos Aires). Características que ayudaron a reducir la cuestión Mapu a la RAM, y luego incluso al “cocoliche” expresado en la frase “son los organismos de derechos humanos, la izquierda y el kirchnerismo”.
Como telón de fondo están los 250 casos de conflictos por la tierra contabilizados por Amnistía Internacional, dentro de los cuales hay que destacar el hecho de que, en la última década y media, el pueblo mapuche recuperó 250 mil hectáreas que estaban en manos de grandes terratenientes.
De allí que las 129 sentencias de desalojos suspendidas hasta el momento por la Ley 26.160 (que desde 2006 impide el desalojo de los pueblos originarios de las tierras que habitan) preocupen en demasía a la gestión Cambiemos y la clase que expresa en el gobierno. Y que también que consideren a la cuestión mapuche como la punta de iceberg de un conflicto mucho más agudo, al que consideran una “bomba de tiempo”, y que involucra a distintas comunidades indígenas protegidas por esta ley en Salta, Santiago del Estero, Jujuy, Tucumán, Formosa, Mendoza, Chubut y Río Negro, además de Neuquén. Contra ellas se erigen el grito de espanto de las fuerzas oscuras que golpean a las puertas: terrorismo mediático + terrorismo estatal + terrorismo vecinocrático: otra santísima trinidad.
A fines de la década del ‘50 del siglo XX, David Viñas escribe Los dueños de la tierra, novela que comienza fechada a fines de la década del ‘90 del siglo XIX. Dos personajes discuten sobre la mejor manera de cazar indios. “Como si fueran guanacos o cualquier cosa”, dice uno. Porque “matar era como violar a alguien. Algo bueno”, comenta otro. El relato avanza, y las frases pronunciadas por los personajes resuenan desde el fondo de la historia en esta cruda realidad del siglo XXI: “¿Nosotros venimos aquí a divertirnos o qué?”.
El interrogante es del libro de Viñas, no de la actual “Revolución de la alegría”, que a través de la Gendarmería Nacional reprimió una protesta protagonizada por una comunidad mapuche en la que se encontraba Santiago Maldonado (el joven anarquista, artesano, tatuador), quien apareció meses después flotando sobre un río, tras haber permanecido (¿allí?) desaparecido.
Para muchos, su aparición en el río es la prueba de que seguimos en democracia. Ergo: ya no se cometen delitos de lesa humanidad. Para otros tantos la autopsia no cambia algo sustancial: Maldonado escapaba de una represión (ilegal), desatada por Gendarmería Nacional. El artesano estaba en el sur del país, junto a la comunidad mapuche que resiste el avance represivo del Estado argentino, que ahora toma la Ley Antiterrorista para “inventarse” ese nuevo enemigo público. Ese mismo Estado, que casi un siglo y medio atrás recorrió similares latitudes en una campaña que denominó del desierto, pero resulta que ese desierto lo habitaban los indios, tan condenados entonces como hoy.
“Era famoso en toda esa parte de la Patagonia. Bond. Y cuando esos animales -o lo que fuera- caían, él los golpeaba hasta que agacharan la cabeza, no miraban más y quedaban completamente oscurecidos como su propia piel”, leo en la novela de Viñas, quien agrega: “lo que molestara tenía que ser eliminado”.
Las mismas tierras patagónicas en donde tiempo después, en una nueva represión a las comunidades mapuches, la Prefectura Nacional asesinara a Rafael Nahuel, otro joven de la economía popular (menos reivindicable por nuestras bellas almas progresistas, al parecer, porque no era blanquito y capitalino como Maldonado): las mismas latitudes en donde hace casi un siglo atrás el Estado exterminaba trabajadores criollos, de Argentina y de Chile, y también, inmigrantes. Esos que habían llegado por los planes de Don Faustino, el Sarmiento que había promocionado que pobláramos el “desierto” con gente de bien, europeos, y no negros de mierda –como ahora– venidos de países cercanos, o de tierras tan lejanas que no sabemos ni ubicar en el mapa (¿los negros que venden anillo son nigerianos o senegaleses?). Entonces, a “poblar la patria”, vinieron europeos, sí, pero resulta que esa gente de bien no era tan de bien, al parecer. Eran anarquistas, hombres y mujeres de espíritu libertario, no iguales pero parecidas a los gauchos e indios que en malones y montoneras se habían resistido a la captura operada por el Estado en su búsqueda por transformarlos en ciudadanos de la república burguesa, es decir, en fuerza productiva para el capital.
Dossier Santiago Maldonado, elaboración colectiva de La luna con gatillo, Resumen Latinoamericano, Contrahegemonía web, Lobo suelto y La tinta.
*Escritor cabeza y comunicador popular. Editor del portal y conductor del programa La luna con gatillo, coordinador (junto con Miguel Mazzeo) de Comuner@s en la orilla, colección de libros y espacio web del proyecto comunicacional Resumen Latinoamericano.
Fotos: Colectivo Manifiesto para La Tinta