Por Mariano Pacheco
Libros y Alpargatas. Reseñas de un escritor cabeza.
Resulta difícil no leer Los fantasmas de mi vida. Escritos sobre depresión, hauntología y futuros perdidos sin tener todo el tiempo presente el dato del suicidio de su autor. Publicado en Argentina por editorial Caja negra, este libro, junto con Realismo capitalista. ¿No hay alternativas?, conforman un corpus imprescindible para pensar varios de los problemas fundamentales de nuestro tiempo.
La depresión es, después de todo y sobre todo, una teoría sobre el mundo y sobre la vida escribe Mark Fisher en el capítulo de su último libro dedicado a la banda británica Joy division, aunque bien podrían leerse todos sus textos desde esta frase.
La depresión es el espectro más maligno que me ha acechado a lo largo de mi vida –escribe hacia el final de “La lenta cancelación hacia el futuro”, primer capítulo de este trabajo--; y uso el término “depresión” para distinguir el sombrío solipsismo propio de esa condición de las más líricas (y colectivas) desolaciones de la melancolía hauntológica. Paso seguido cuenta que comenzó a escribir sobre los temas de este libro en 2003, cuando publicó varios trabajos en su blog, mientras se encontraba sumergido en una depresión tal que hacía que su vida cotidiana apenas fuera soportable. Escribiendo pudo entender, nos cuenta, que el problema no era solamente él, sino también la cultura que lo rodeaba. Es claro para mí ahora que el período que va de 2003 al presente será reconocido -no en un futuro distante, sino muy pronto- como el peor período para la cultura popular desde la década de 1950. Aunque aclara: decir que la cultura del período era desoladora no implica afirmar que no hubieran señales de otras posibilidades. Y remata: Los fantasmas de mi vida es un intento de hacerse cargo de algunas de esas señales.
¿Qué pasa cuando la madriguera se tapona, cuando la línea de fuga deviene línea de muerte? Acontece el bloqueo vital total. ¿Esto le ha pasado a Fisher en enero de 2017 cuando llevó adelante su suicidio?
La producción cultural en el capitalismo neoliberal
Fisher destaca que la era neoliberal ha privado a los artistas (gradual pero sistemáticamente) de los medios para crear lo nuevo, ya que se ha producido una declinación drástica del tiempo y la energía social necesarias para sumergirse en los productos culturales. De allí que insista en que, para producir lo nuevo, se necesiten momentos de retirada (de la sociabilidad, de las formas culturales pre-existentes), situación que se torna cada día más difícil en nuestro mundo contemporáneo.
Esta lenta cancelación del futuro tiene una característica fulminante: fue acompañada de una deflación de las expectativas. Si Fisher entiende que la expresión es la lenta cancelación del futuro (que toma de Franco “Bifo” Berardi), es tan acertada, es porque logra capturar el gradual pero incesante modo en que el futuro se ha visto erosionado durante los últimos treinta años. Situación que nos arroja a un presente en el que estamos más exhaustos, pero a su vez, más estimulados (trabajo precario + comunicación digital). De allí que Fisher tome esto que Berardi escribió acerca del estado insomne, asfixiante y des-erotizado de la cultura contemporánea. A saber: el hecho de que el arte de la seducción tome mucho tiempo. Situación ante la cual aparecen “soluciones rápidas” como el viagra (déficit cultural y no biológico, según Berardi), que logra que los tiempos cortos y faltos de energía y atención encuentren un modo eficaz de ser sorteados.
Este estado actual de la cultura sólo es posible de entender si se tiene en cuenta el proceso de reestructuración transnacional de la economía política. Una transformación que cambió el modo en que se organizan el trabajo y el ocio, a la vez que la revolución científico-técnica ha vuelto irreconocible la experiencia de la vida cotidiana, si se la compara con décadas anteriores.
Ante esta situación Fisher reivindica algunos movimientos musicales que se han negado a abandonar cierto deseo de futuro, en medio del realismo capitalista que instaló la idea de que no hay alternativas, de que el futuro ya no es posible (aunque sostiene que la forma de una música política específica del siglo XXI es aún una tarea). De allí también que Fisher rescate un concepto (proveniente de las reflexiones realizadas por Jaques Derrida) que resulta central para entender su propuesta: el de hauntología. Para Fisher, el fantasma (el del comunismo, que lejos de recorrer el mundo como en tiempos de Marx, en las últimas décadas lo hemos captado sobre todo en su cualidad de ausente) es hoy aquello que no se deja ir. El espectro no nos permitirá acomodarnos en las mediocres satisfacciones que podemos cosechar en un mundo gobernado por el realismo capitalista.
Un paria en su propio tiempo
Fisher se mete con el nudo problemático de las izquierdas contemporáneas: los años 70.
Por un lado -señala- la década del 70 fue mucho mejor de aquello que el neoliberalismo quiere que recordemos (de allí a que prácticamente se nos obligue a sobreestimar el presente). Por otro lado -insiste- una “melancolía de izquierda”, estéril, se ha instalado entre nosotros. De allí que ciertas izquierdas actúen sin una crítica profunda y radical al presente y, por lo tanto, parezcan condenadas a tener que moverse en un terreno en el que se muestran incapaces de plantear alternativas (una izquierda que se siente más a gusto en su marginalidad y en su fracaso que en su esperanza).
Así, estas izquierdas, hacen de su incapacidad de actuar, una virtud. Y es por eso que Fisher va a rescatar otro tipo de melancolía, esa que implica negarse a realizar un ajuste a las condiciones actuales de aquello que se llama “realidad”. Por supuesto, y queda claro en el libro, asumir esta posición puede implicar un alto “costo”: el de sentirse muchas veces un paria en el propio tiempo en el que se vive.
Esta melancolía, por otra parte, no implica negar todo el desarrollo técnico alcanzado hasta el momento. No se trata -puntualiza Fisher- de dicotomizar internet y la seguridad social o de anhelar un período histórico particular, sino de asumir en el presente los desafíos de reanudar procesos de democratización y pluralismo para cuestionar el realismo capitalista e ir más allá del horizonte que la social-democracia supo producir.
Algo similar plantea Fisher cuando se refiere a ciertas victorias obtenidas en los últimos años y escribe: la desarticulación entre la clase, por un lado, y la raza, el género y la sexualidad, por el otro, ha sido de hecho central para el éxito del proyecto neoliberal, que grotescamente instaló la idea de que el mismo neoliberalismo es una precondición para los logros obtenidos en las luchas antiracistas, antisexistas y antiheterosexistas.
¿Cómo situarnos entonces en un contexto como el actual, en el que el neoliberalismo parece instalarse otra vez como único horizonte político?
Atrapados muchas veces por el pasado, en un presente roto y desolado, vivimos un tiempo en donde todos los límites aparecen borroneados. ¿Qué hacer entonces? Los fantasmas de mi vida no es un libro programático, pero en su crítica aguda del presente ayuda a meterle preguntas a una realidad a la que pocas veces se interroga de manera crítica. Fisher se detiene en cuestiones como el ocio y su relación con el trabajo en la era de la comunicación digital, y repara en el déficit afectivo de la época. La recesión económica y el empobrecimiento creciente, nos dice, conspiran contra la apuesta de abrir los paréntesis necesarios para efectuar la des-conexión. Situación que plantea la paradoja de que hasta la fiesta sea un trabajo (la fiesta como momento que re-liga la comunidad). El imperativo contemporáneo parece ser el del empleado de call center: si te desconectas de la matrix comunicativa -dirían en Los Simpsons-: hay tabla.
Por eso la lucha por el espacio y la lucha por el tiempo tienen tanto que ver. La lucha aquí no es sólo por la dirección (histórica) del tiempo, sino por los diferentes usos del tiempo. El capital demanda que siempre parezcamos ocupados, incluso si no hay trabajo para hacer.
Fisher repara en el hecho de que, hace algunas décadas, ciudades como Londres o Nueva York contaban con espacios de sociabilidad que se desarrollaban en lugares que hoy -desarrollismo urbano mediante- ya no existen. Y no sólo el fenómeno de okupas, sino también el de alquiler de sitios a precios baratos (o al menos accesibles).
La Londres del punk todavía era una sociedad bombardeada, llena de abismos, agujeros y espacios que podían ser invadidos y ocupados. Una vez que esos espacios se cierran, prácticamente toda la energía de la ciudad está puesta en pagar los alquileres y las hipotecas. Ya no hay tiempo para experimentar, para viajar sin realmente saber a dónde vas a terminar, escribe Fisher. Y remata: Londres se ha transformado en una ciudad de esclavos.
La fuerza arrolladora del resentimiento
El Sujeto que “se supone no sabe” es una figura de las fantasías populistas, nos dice Fisher, mientras critica la dimensión ontológica del modelo populista del progresismo, esa que postula que las masas son engañadas por las mentiras de la elite. De allí que plantee que el problema no tiene tanto que ver con la conciencia de clase sino más bien con su in-conciencia o, dicho de otro modo, que el sentido de inferioridad de las clases populares proviene de una pre-condición irrreflexiva de la experiencia. Lo que se necesita no es más evidencia empírica de los males de la clase dominante sino que la clase subordinada se convenza de que lo que piensa o dice importa; de que ellos son los únicos agentes efectivos del cambio.
De allí que Fisher rescate la fuerza del resentimiento contra el orden establecido. El resentimiento es un afecto mucho más marxista que los celos o la envidia. La diferencia entre resentir la clase dominante y envidiarla, es que los celos implican un deseo por volverse clase dominante, mientras que el resentimiento sugiere una furia hacia su posesión de recursos y privilegios, comenta, en una condena de pasión inútil de la queja y una reivindicación del resentimiento como punto de partida de una resistencia contra el realismo capitalista.
Claro que la situación del mundo desde 2003 a hoy ha empeorado notablemente. Y si bien hacia el final del libro aclara que las formas de depresión suelen ser mejor entendidas y combatidas a través de marcos impersonales y políticos (y no tanto individuales y psicológicos), su reflexión final en torno al desafío de convertir la desafección privatizada en ira politizada encontró un bloqueo en el que es más que probable que muchos de los padecimientos de su biografía singular se vieran reforzados por un contexto adverso.
Más allá, o más acá de su suicidio, nos quedan de Fisher textos pujantes y bellos como los que pueden leerse en Los fantasmas de mi vida, un libro fundamental para entender algunas de las dinámicas del capitalismo actual, y ejercitar con rigor una crítica política de la cultura contemporánea.