Por Lea Ross
“¿Te das cuenta, Benjamín? El tipo puede cambiar de todo: de cara, de casa, de familia, de novia, de religión, de Dios... Pero hay una cosa que no puede cambiar, Benjamín: no puede cambiar de pasión”.
La memorable escena de El secreto de sus ojos (2009) es un punto de equilibrio entre la pasión de su director, Juan José Campanella, por el cine hollywoodense y sus otras pasiones más autóctonas. La búsqueda gnoseológica de la pasión es una obsesión (confundiéndose con la pasión, valga la redundancia) por aquello que encuentre su racionalidad. Porque las historias “americanas” siempre se encolumnan por el positivismo. Esa es quizás la principal diferencia entre el arte yanqui y el latinoamericano como del europeo.
Para el cine de la gran industria de Estados Unidos, toda pasión tiene su explicación. Todos los asesinos en serie buscan “dejar un mensaje” o cumplen un determinado patrón a la hora de seleccionar sus víctimas. La infidelidad amorosa es un efecto contestatario hacia la rutina. En el inconsciente, se pueden encontrar aquellos traumas infantiles que llevan a ciertos personajes a realizar actos reprochables. Toda conducta, decisión o comportamiento cumple una lógica que se vuelve explícita en la trama. Nada se deja en albedrío para el espectador.
No es el caso de nuestro (sub)continente. La pasión es una de las tantas directrices que atraviesa su arte. En una historia de siglos basadas en invasiones, guerras civiles y sanguinarios modelos económicos, la pasión se “superestructura” en esa base. Diferenciándola de esta manera por la obsesión. Si la obsesión se torna una conducta individual, la pasión se transforma en una identidad colectiva.
Tal como lo definió Martín Caparrós, es razonable que uno se pregunte cómo es posible que nos guste ver a veintidós tipos pateando un redondo corcho envuelto de cuero para tratar de meterla en medio de dos palos. Y quizás sea esa la razón de por qué ese deporte es tan hermoso: por el hecho de que no sabemos por qué nos gusta. El sentido del fútbol no se limita solo a esos veintidós jugadores, sino también en las propias hinchadas que los acompañan.
Campanella narra historias argentinas en inglés. Y trata de obtener una respuesta a esa obsesión lo más cerca posible. Curiosamente, aquella famosa frase sobre la pasión que recita Pablo Sandoval -interpretado por Guillermo Francella, como si fuera el propio actor que lo escribió, por su reconocida pasión por Rancing- concluye en un primerísimo primer plano (su rostro toca los márgenes superior e inferior de la pantalla, sin que haya aire de por medio), para luego continuar con la otra memorable escena, que es el plano secuencia de la cancha, donde van a perseguir al asesino. Esa extensa toma de cinco minutos también llega a su desenlace con un primerísimo plano del criminal, cuando es finalmente capturado en el césped.
Esta columna fue escrita un par de horas después de que Argentina clasificara para los octavos de final. Y si bien el autor de esta nota no tiene pasión por el fútbol, sí notó una particularidad en los gritos de goles por parte de aquellos que lo acompañaron durante la transmisión del partido. El segundo gol de Marcos Rojo, realizado a tan solo cuatro minutos de finalizar el segundo tiempo, fue más efusivo que el primero que realizó Lionel Messi durante el primer tiempo. Y si bien ese gol de Rojo quebró el empate, permitiendo a la Selección su próxima clasificación, el presente cronista no deja de pensar que detrás de esos abrazos y saltos de alegría pueda deberse a que hubo un momento en que finalmente el equipo de Sampaoli quebró ese palo en la rueda que tenía el seleccionado: el impedimento por llegar a cumplir aquella norma gestáltica y no limitarse a ser una mera suma de individualidades. O en este caso, haber conseguido la descentralización de un solo jugador estelar.
Porque tal como lo definió el periodista de cine Miguel Muñoz en el portal ABC de España en 2012, y que al mismo tiempo nos permite comprender porque aquella secuencia de El secreto de sus ojos, aun cuando está narrada en inglés, jamás podría haberla filmado un cineasta de las grandes productoras: “Porque Hollywood no entiende de fútbol. La mentalidad americana ve épica en las grandes gestas individuales: el boxeador, el ‘quaterback’, la estrella del equipo de baloncesto... Son héroes habituales de la gran industria del cine. Pero un estadounidense no puede comprender la grandeza colectiva del fútbol, que está tanto en el Maradona que anota el gol definitivo como en las miles de personas que lo jalean en la grada. Que entre esos miles haya incluso un asesino que se arriesga a ser descubierto porque, sencillamente, no es capaz de dejar de ir al campo a dejarse la garganta animando a un equipo que lleva nueve años sin ganar nada. Una pasión es una pasión, al fin y al cabo”.