Herencia e invención: la figura de Darío Santillán a 16 años de la Masacre de Avellaneda. Dossier colectivo ilustrado por Florencia Vespignani.**
Por Pablo Solana*
Mariano me propone escribir un texto sobre Darío y aquellos años; mi primera reacción es pensar: pero si ya está todo dicho… o, al menos, yo no tengo mucho más que aportar. Leo de nuevo el mensaje, dice: “problematizar cierta recuperación acrítica de la figura de Darío, de las herencias…”. Ahí puede ser: tal vez sumar algo de autocrítica no esté de más.
Dedicado a la Chopi y a Dina Sánchez:
dos generaciones, una misma historia
La crítica y autocrítica siempre fueron principios de nuestra formación militante (Darío solía ser muy exigente con su propia práctica; aunque era bastante cabezadura, siempre estaba dispuesto a reconocer errores). Entre las lecturas autodidactas que teníamos por entonces estaba Mao Tse Tung: Las contradicciones en el seno del pueblo; allí el comunista chino, siempre muy pedagógico, decía sobre la crítica y autocrítica algo así como que se debía “sacar lecciones de los errores pasados para evitarlos en el futuro, tratar la enfermedad para salvar al paciente”. Estudiábamos también a Rodolfo Walsh, los “papeles”: documentos con duras críticas dirigidas a Montoneros, su organización. Otra definición que me quedó grabada de aquellas lecturas: Juan Gelman, en el libro Exilio (también reflexivo respecto a los últimos años de la experiencia montonera), recordaba una frase de Lenin que decía algo así como que “del banquete de nuestra autocrítica el enemigo solo recogerá las migas”.
Sin embargo, ¡qué difícil nos resulta, aún hoy! En la cultura exitista en la que vivimos, criticar suele ser visto como des-valorar, se le otorga un sentido destructivo; y la autocrítica es tomada como derrotista. Si bien Gramsci nos simplificó todo con su fórmula dialéctica del optimismo de la voluntad y el pesimismo de la razón, la parte de la razón sigue costando. (Habrá que ver cuánto incide en eso la idea posmoderna del tú puedes, el marketing político que establece que la autoafirmación positiva es lo que suma y, en cambio, mostrar las complejidades de la realidad –de las propias realidades– resta; o si no hay en nuestras culturas militantes rastros subrepticios de autoritarismos diversos que nos hacen levantar la guardia ante la mera posibilidad del error o de una opinión distinta a la “oficial”).
Las reivindicaciones de todo lo bueno que nos legó aquel virtuoso período histórico identificado con los días de furia y esperanza del 2001 / 2002, su pedagogía de la rebelión, el rol de la juventud, la ética de la resistencia antisistema que se condensa en las figuras de Darío y Maxi, todo eso queda bien reflejado en la múltiples experiencias de entonces: entre ellas el Frente Popular Darío Santillán, pero también las derivas organizativas que de él se desprendieron, y otras organizaciones hermanas igual de protagonistas de todo aquello. También en los centenares de registros de la memoria: recordatorios, homenajes, videos, expresiones artísticas, entrevistas y libros que han llevado a cabo de manera eficaz la tarea de que la historia no se diluya, para que las nuevas generaciones hagan lo suyo sin desconocer el pasado que las precedió. En parte pude contribuir a ello (el libro Darío y Maxi…, por caso), por eso mi reflexión inicial: qué más podría ya aportar.
Sin embargo, ahora, sin ser parte orgánica de esos legados de militancia en Argentina (padeciendo, por lo tanto, la falta de espacios colectivos para la reflexión sobre aquella historia), pero asumiendo la responsabilidad de haber sido y, sobre todo, haciéndome cargo de la identidad forjada en aquellas luchas, que no se borra ni con el tiempo ni con las fronteras (por el contrario, a veces siento que se refuerza), intentaré dar respuesta al pedido de Mariano (problematizar las recuperaciones acríticas) con estas líneas que siguen.
Ayer y hoy
Veo en la actualidad a compañeras y compañeros militantes en Argentina, jóvenes que están al frente de sus organizaciones; veo las luchas y estrategias políticas que impulsan, los intentos de unidad, los esfuerzos de articulación, en algunos casos los resultados que van logrando; escucho sus discursos, leo sus análisis. Creo que forman parte de una generación militante con más claridad política de la que expresamos quienes estuvimos dinamizando las luchas en los tiempos de Maxi Kosteki y Darío Santillán.
Darío tendría hoy 37 años. De estar vivo es muy probable que fuera un lúcido y experimentado referente político, como lo son varios y varias de las compañeras que ya venían haciendo su experiencia en aquellos años y hoy tienen más o menos esa edad. Pero en 2002 Darío tenía 21; era un pibe que, aún con algunos añitos de militancia, su madurez personal y su responsabilidad, todavía estaba aprendiendo, en pleno proceso de formación.
La alta conflictividad social y nuestra política nos brindaron una escuela extraordinaria de formación integral. “Un paso del movimiento real vale más que una docena de programas”, escribió Marx en una carta a no sé quién, y algo de eso tuvo aquel contexto formidable para nosotrxs. Aún con falta de claridad programática-estratégica, nos montamos a la ola del movimiento real, la alimentamos, acertamos en algunos lineamientos clave, surfeamos un momento intenso de la lucha de nuestro pueblo con incertidumbres, limitaciones, pero también con honestidad, compromiso y dignidad.
Eso nos ayudó a disimular marcadas falencias, propias y de contexto.
Nuestra militancia se desarrolló en el marco de las condiciones que el momento histórico impuso; hay factores “objetivos” que explican en gran medida las limitaciones de aquellas apuestas. En los días anteriores a esta publicación y como parte del mismo dosier, otrxs compas han hecho reflexiones sustanciales sobre esa valoración histórica más estructural (pueden ver las notas de Miguel Mazzeo, Mariano Pacheco y Celina Rodríguez en este dossier). Mi aporte, condicionado además por el espacio limitado que permiten estas líneas, estará enfocado en la experiencia "subjetiva” que nos tocó transitar.
Generaciones, continuidades y rupturas
Nuestras organizaciones, más precisamente las de Darío y Maxi, es decir: los Movimientos de Trabajadores Desocupados (MTD) en el conurbano sur (desde 1997 aproximadamente), la Coordinadora de Trabajadores Desocupados Aníbal Verón (2000-2003) y, por extensión, en 2004 los inicios del FPDS (si asumimos su surgimiento como correlato “natural” de los tiempos de Darío y Maxi a lo que la nueva coyuntura reclamaba), fueron espacios políticamente inmaduros. Quienes impulsamos esas organizaciones lo hacíamos con el orgullo de sentirnos jóvenes haciendo lo que había que hacer, pero en muchos momentos lamentábamos no contar con referentes más grandes y más experimentados que nos ayudaran a decidir.
Alguna vez escribí que nuestra generación militante fue una generación huérfana, que debió empezar prácticamente de cero después del quiebre histórico que logró imponer la dictadura, del aniquilamiento de las organizaciones revolucionarias de los 70 y, posteriormente, del desconcierto de las izquierdas desde el retorno de la democracia en el 83 hasta promediando los 90, caída del Muro y derrota del sandinismo mediante. Aun cuando nuestros primeros pasos se dieran en movimientos u “orgas” dinamizadas por compas con varios años de militancia (el ya extinguido Movimiento La Patria Vencerá, en el caso de Darío y algunxs de nosotrxs a fines de los 90), fuimos concluyendo que esos intentos organizativos seguían demasiado impregnados de viejas lógicas, y que por lo general solían reincidir en errores pasados (notábamos poca autocrítica, ya que estamos en tema). Es cierto que por entonces las Marchas Federales estaban encabezadas por dirigentes con años de experiencia, como Víctor de Gennaro (CTA), el Perro Santillán (CCC), Hugo Moyano (MTA-CGT). Incluso el movimiento piquetero tenía en La Matanza a tipos formados, referentes indiscutidos de su sector, como Carlos Alderete (CCC) o Luis D´Elía (FTV). De la izquierda trotskista, en aquellos años, destacaban dirigentes como Jorge Altamira del PO o, del PTS, el ceramista Raúl Godoy (todos hombres, valga cuestionar hoy, al calor de las potentes luchas feministas que han logrado hacernos problematizar hasta la sola mención de una situación así). Sin embargo, en aquel entonces veíamos que las políticas y las organizaciones de esos dirigentes no nos contenían (a excepción de las figuras del Perro y Godoy, que nos despertaban respeto y admiración personal).
Para nosotrxs, ya desde mediados de los 90, la experiencia del MST de Brasil primero, y el surgimiento del EZLN después, daban cuenta de un fenómeno más amplio: la necesidad de parir nuevos movimientos en clave de lo que algunos años después Miguel Mazzeo definió como una nueva-nueva izquierda. Las asambleas de base, los mandatos revocables y rotativos, la acción directa desde la masividad de la movilización, la relación inescindible de lo político y lo social, no eran descubrimientos nuestros ni de los sin tierra ni de los zapatistas: pero en el contexto en el que estábamos en Argentina, para empalmar con esas experiencias latinoamericanas y con las profundas raíces de luchas históricas en sintonía con esos paradigmas, que conocíamos solo en teoría, debimos empezar prácticamente de cero, casi sin el apoyo de referentes con más experiencia.
Si miramos la “dirigencia” de la Verón durante los años 2000-2003 (entre comillas, porque renegábamos del término dirigente), encontramos una camada de compañeros y compañeras que, como Darío, apenas pasaban los 20 años. Aún a riesgo de omisiones, y siempre valorando que se trató de experiencias colectivas más que de protagonismos individuales, valga la mención de algunxs compas para humanizar a la descripción genérica: Gaby, Lucas, la Negrita, Mariano, Grillo, Darío, Flor, Cascote, Carlos, Celina, Nancy, Laurita, Luis, Aníbal, el Cholo, Hugo, Claudia, Diego, Agustín, Sabino, Martín… incluso si sumamos a Neka, el cura Alberto, Orlando, Olga, un poco mayores que el resto, el promedio de edad no superaba los 25 años. Me animo a decir que, de esa línea de militantes más jóvenes, en su mayoría referentes barriales con crecientes responsabilidades políticas, tan solo una década atrás (principios de los 90) ninguno militaba. Otra oleada juvenil que prontamente adquirió protagonismo se sumó a partir del 2001: Fede, Esteban, Monchy, Carina, Mer, Juancito, el Pela, Gonza, Ricardo, Anita, la Chipi, Pitu, Nati, el Turco, Pablo, Marce, Gera, Cabro y tantos y tantas compañeras que nutrieron la Verón primero y el FPDS después. Las agrupaciones estudiantiles potenciaban el carácter juvenil de nuestra militancia: primero en la Coordinadora de Organizaciones Populares Autónomas (COPA) y después en el Frente Santillán. Otros movimientos que tuvieron igual protagonismo en las luchas piqueteras, como el Frente de Organizaciones en Lucha (FOL) o la Federación de Organizaciones de Base (FOB), tuvieron similar particularidad.
Ese es un dato de contexto clave: nuestras organizaciones, que lograron un rol destacado y creciente en esos años de resistencia, tuvieron un fuerte componente juvenil y carecieron en esos primeros años de referentes políticos más experimentados.
(Con los años, sobre todo después del 26 de junio, el movimiento fue creciendo y eso atrajo a compas con experiencias previas que hicieron aportes importantes: la Tana, el Nica, Nancy, Miguel, Zulema, Cieza, Cibelli, Celina Tía, la Chopi y el Pelado, y más tarde Aldo, Nora, Carlos, Vivi, los Sergios… Pero en los tiempos de Darío y Maxi, hasta 2002, el dinamismo de nuestras organizaciones se correspondía con una militancia juvenil que asumió gran parte del protagonismo y la responsabilidad).
A la vez, supimos acertar en dos o tres aspectos no menores de la coyuntura: organización de base y audacia para la lucha, desde una dinámica reivindicativa que pudiera traccionar sectores masivos del movimiento barrial, contagiar a aliados y lograr niveles de confrontación que hicieran mella en los gobiernos a los que enfrentábamos.
Llegado a este punto, sintetizaría mi mirada autocrítica así: Juventud y orfandad política más algunos aciertos estruendosos en la coyuntura: soberbia. Nos la creímos. Nos faltó amplitud, generosidad.
Por supuesto que no había mala intención en la falta de cintura política, en la autosuficiencia, en cierto sectarismo que expresamos, en particular cuando los reflectores se enfocaron en nosotrxs y la exposición política fue mayor, después del 26 de junio de 2002. (Seguramente nuestra política, con los años, hubiera madurado y encontrado caminos más certeros, pero el FPDS se dividió años después. El gen de la arrogancia ya estaba desarrollado a tal punto que incluso en la división hubo bastante de esa lógica nociva, inmadura, operando al interior de la organización).
Aunque renegábamos de la “vieja izquierda”, no estuvimos exentos de vicios que le criticábamos. Creímos, por aquel entonces, ser portadores de la “posición correcta”. Tuvimos poca capacidad de articulación con otros sectores que expresaban políticas distintas, aunque no antagónicas. Si tenemos en cuenta que se trataba de un período de acumulación de fuerzas después de años de dispersión, donde había múltiples proyectos militantes buscando aportar –cada uno con su lógica y sus certezas– a la recomposición del campo popular, la autosuficiencia y la subestimación de otras políticas, la acentuación de la diferencia y la “tranquilidad principista” de conformarse con creerse en lo cierto (aunque eso nos implicara mayores niveles de desacumulación y de creciente soledad política), se convirtieron en errores injustificables, que con el tiempo pagamos caro.
Pecados de inexperiencia, soberbias de juventud.
Hay que decir que, de alguna manera, éramos conscientes de esas limitaciones que nos provocaba la orfandad. Cuando compas con algunas décadas de militancia a cuestas se acercaron y dimos el salto de la Verón al Frente Darío Santillán, eso produjo en varios de nosotrxs alivio y satisfacción: creíamos estar resolviendo, con la incorporación de algunos experimentados cuadros, parte de nuestros límites imberbes (sin embargo, en algunos casos podríamos decir que pasamos de solos a mal acompañados: algunos de esos referentes experimentados no aportaron precisamente armonía y vocación de unidad cuando las tensiones se profundizaron al interior del Frente Santillán).
En las líneas que anteceden, como en otros escritos, evité incorporarme entre las menciones, tanto para las críticas como para los aciertos. Tal vez haya en eso una falsa modestia, puede ser. Como sea, llegado este punto, no sería bueno dejar margen para la duda. Estas líneas proponen una autocrítica colectiva, pero, antes que eso, constituyen una autocrítica personal. Con el poco o no tan poco peso que mi militancia tuvo en aquellos años en nuestras organizaciones, asumo la responsabilidad, sin ambages, de la parte que me toca (que es parcial solo porque era uno entre tantxs, pero es plena en cuanto a lo que creo justo y necesario asumir).
Dieciséis, diecisiete años nos separan de aquel momento político. Por suerte el campo popular en Argentina tuvo una dinámica creciente y diversa desde entonces. Como digo más arriba, nuevas generaciones militantes están resolviendo disyuntivas políticas con más madurez y solvencia de lo que supimos hacer en los tiempos de Maxi y Darío. Ojalá que haya en eso un aprendizaje, una línea de continuidad para no repetir orfandades, y que la experiencia de los que ya vamos siendo “más viejos” sirva al menos para dejar constancia de las cosas que se hicieron mal.
Reivindicación
El título de esta nota habla de errores e inexperiencia, y como estamos a pocos días de un nuevo 26, tal vez alguien podría pensar que con esos términos iría a referirme a los hechos de aquel día, a exponer una autocrítica sobre nuestra actuación el 26 de junio de 2002.
Sobre la forma en que libramos aquella lucha (similar a la que dimos todas las luchas en aquella coyuntura) también hay errores que señalar. Nos faltó planificación. No estábamos preparados para los desafíos que nos propusimos enfrentar. Ese día me tocó estar con Darío y lxs demás en la primera línea, organizando la resistencia a la represión y después el repliegue; le comenté a Darío que en la Estación lxs compas correrían peligro, pero me mantuve en la organización de la columna, sólo él volvió. Hizo lo que otros no hicimos. Lo asumimos desde el primer día: la grandeza de su decisión, su moral guevarista de poner el cuerpo, nos ilumina y nos expone. Solo nos queda comprometer el resto de nuestras vidas a ser consecuentes con el mandato sencillo y profundo hecho consigna, ese que dice que nos vemos, con Darío y con los que cayeron, en las luchas que no vamos a abandonar.
Pero esos errores tienen una dimensión concreta, no menor pero sí puntual. Sería injusto descontextualizarlos de la acertadísima convicción de lucha que expresamos aquel día, de la combatividad e intransigencia ante las injusticias, de la capacidad de sentir cualquier opresión cometida contra cualquiera como si fuera propia. Esos valores siguen reflejados en la imagen de Darío y Maxi, esa es nuestra reivindicación fundamental. Nuestra, del pueblo argentino en su conjunto y –me consta– de otros pueblos de Nuestra América que también fueron conociendo la imagen primero, y la historia, y el ejemplo, después.
Aquel 26 de junio de 2002 dimos una de esas luchas que requieren convicción estratégica más que especulaciones “tácticas”. Sabíamos que eso nos implicaría correr riesgos. Aunque no llegamos a prever la gravedad, el contexto de represión que se vivía no nos dejaba margen para la ingenuidad. El costo que implicó la pérdida de valiosísimos compas resulta irreparable, no tiene medida ni consuelo, pero no por eso voy a pensar que nuestra decisión de lucha haya estado equivocada. Por el contrario. El ejemplo de Darío y Maxi, que es el ejemplo colectivo de aquella generación militante, aún con sus errores e inexperiencias, eso siempre lo voy a reivindicar.
*Militó en el MTD de Lanús (Coordinadora Aníbal Verón) y el Frente Popular Darío Santillán. Desde 2013 vive y milita en Colombia.
*Dossier conjunto realizado por La luna con gatillo, Contrahegemonía web y la sección Comuner@s en la orilla de Resumen Latinaomericano.