top of page

Charlas en el Monte. Yacanto Dawn: La tierra prometida

Por Tomás Astelarra


Llegue a Traslasierra por una causacasualidad. Desde Buenos Aires planeábamos con mi pareja un exilio o fuga jipineorural. Toda mi vida había pensado en Bolsón o Bolivia. El primero era muy frio y muy lejos. El segundo era muy frio, muy inhóspito y muy lejos. Nos prestaron una casa en San Javier. Allí fuimos con un viejo Ford Sierra, un equipito de sonido y un tablón con caballetes. Después de diez años viajando a dedo, me sentía como los Rolling Stones. La casa circular en adobe era muy espaciosa y rodeada de una linda jungla. A pocas cuadras del pueblo. Estaba a medio construir. Parece que los dueños, profes de yoga, se habían separado en mitad del sueño jipi rural. Pa’ mí, con que tuviera agua, luz, gas y techo, era un éxito. A la Male le preocupaba un poco la falta de revoque y el agujero del piso del entrepiso (donde debería haber estado la escalera) y que la falta de pared en el segundo piso no sólo daba una evidente sensación de inseguridad, sino que también se podían escuchar todos y todas los ruidos de la zona. Encima a mí se me ocurrió hacer una dieta de arroz yamaní.

No sé si fue la maldición de la pareja de yoguis o un cúmulo de situaciones acumuladas, pero lo cierto es que nos separamos a las dos semanas. Ella se volvió a Buenos Aires. Yo dije: “ni en pedo”.

A pesar del trauma de la separación, algo en Traslasierra me gustaba. Encontré muchos viejos y viejas amigas que allí habían llegado por alguna rara causacasualidad. En las ferias no hubo problemas en vender mis libros y había buen rollito. El paisaje tenía una especie de magia que a veces me hacía acordar a Bolsón, otras a Bolivia, otras hasta Colombia. Y la enorme cantidad de porteños y porteñas me hacía sentir como en Buenos Aires, pero con sierras y una selecta selección de jipis (chics, veganas, papa manda giro, astrolocos, malabardistas, revolucionarios, flieros, artezánganas, musicolocos, ¿pero si yo no soy jipi?).

 

Al Ulises y Barbi los había conocido cuando eran refugieros en el Piltriquitrón. Bolsón. Yo les llevaba delicias naturistas y charlas de viajes sudakamericanos. Ellos respondían con deliciosas charlas, pizzas y birras caseras. Su lugar en el mundo era Humahuaca, pero antes planeaban viajar a Venezuela donde engendraron primogénito y al toque decidieron bajar a tenerlo en Argentina. Batieron uno de esos récords de cruzar Sudakamerica en una semana sin un peso (venezolano, colombiano, ecuatoriano, peruano, boliviano o argentino). La Barbi embarazada y encima con un cachorro de can, Tatui, un chamo venezolano de abultado pelo. León nació en San Clemente del Tuyú o Las Toninas (no recuerdo). Cuando fueron a sacar el pasaje, no se aceptaban perros. Así que decidieron ir por escalas. Primero a San Javier donde los llevó el primer auto que consiguieron y además vivían sus cumpas Chato y Negra. Quién sabe por qué se quedaron y comenzaron a buscar terreno. El Uli que es buen chamullero había conocido a un tal Don Pacheco, paisa del lugar. Les dijo que él no vendía, pero que si era para ellos y su hijo, podía hacer una excepción. Pegaron una hectárea por un precio irrisorio. Construyeron en carpa un cuadradito de dos por dos. Allí fue que Ulises me confirmó: “Este lugar es ideal, cerca de todo, no muy poblado, una tierra maravillosa, una paisaje maravilloso, lo único malo que está lleno de porteños”. Estábamos tomando un vino de mora en ese minúsculo recinto que casi parecía comérselo el monte, con un atardecer acojonante, el apu Champaquí de fondo, la huerta inmensa, la luz de las velas, el pibe en brazos, silencio, mucho silencio. Me dije “sí, ¿por qué no?”.

Pocos días después en la feria Ulises me dijo: “Che, pa’ nosotros una hectárea es mucho. Y vos sos una persona valiosa. De esas que hacen falta en cualquier lugar. No sé qué pensás hacer de tu vida. Pero si querés construirte un rancho en nuestro terreno, dale nomas.”

Lo pensé y volví con la propuesta de comprarle un pedazo de tierra por las cinco lucas que le debían al papa de Barbi. Lo que ellos quisieran. Pero como dicen en Locombia: “cuentas claras, chocolate espeso”. Podía ser el demonio de la propiedad privada haciéndose paso junto al machista, el consumidor, el soberbio, el capitalista, el misógino y el dictador polaco que hay en mí. Pero también mis múltiples experiencias de convivencia jipi me habían demostrado que por más buenas intenciones, somos mutantes. El “todo bien, todo bien” siempre termina mal.

“Para eso hablemos con el Pacheco. A lo mejor te vende a vos también”, me respondieron.

 

El tal Pacheco o Negro Araña era un personaje importante. Un paisano de pelo canoso y dientes de sikuri. Una mirada profunda como el mar que nunca debe haber visto. Desgarbado, casi inexistente… un fiel personaje de Mascaró, de Haroldo Conti. El muy guaso se había construido una laguna en su terreno, tenía nosecuantas vacas, chivos, algunos chanchos, varios perros, una huerta abundante, naranjos, nogales, parras, durazneros… “¡Qué laburón!”, pensé, sabiendo que la autogestión alimentaria (ni hablar de la producción a escala) no es cosa fácil. Me respondió que el laburaba solito. Su mujer, La Tere, vivía en el pueblo con sus dos hijos. El mayor, Tatín, a veces venía a ayudarlo. La menor, Fátima, estaba en la escuela. “Acá esta”, dijo. Un algarrobo de 543 años (o algo así) que habían venido a investigar unos japoneses.

Como el Uli me había dicho que el tipo era fanático del Che, le llevé un par de libros alusivos. Muy agradecido me dijo: “Uste’ parece gente buena como Ulises y Barbi. Si quiere un pedazo de tierra para vivir yo se la vendo. Eso sí, ahora vale 40 mil (pesos, no era nada). Hace rato que me ofrecen mucho dinero por mi terreno, pero yo no quiero que siembren soja o hagan cabañas y hoteles. Yo quiero preservar el monte. Ese es el compromiso que yo sé que ustedes tienen”.

Le pregunté si vendía menos de una hectárea. Me dijo que no. Mucho trámite. Le pregunté si le molestaba que le compráramos entre varios. “Si son como uste’, como Ulises y Barbi, no hay problema”. Me dijo que hasta marzo (era septiembre) me mantenía el precio.

Salí de gira, volví a Buenos Aires a vender el auto y tratar de volver a convencer a la Male, pase por Rosario, San Marcos Sierras, Villa Martelli…por todos lados difundía la buena nueva:

JIPIS HABEMUS TERRENUS.

Advertencia: Estas charlas son ficción. Ciencia Ficción Jipi

Ilustración: Nicolás Masllorens "El dibiajante"

bottom of page