A 150 años de El Capital, a 100 años de la Revolución Rusa, a 50 años de la caída de Ernesto Che Guevara y a 200 años del nacimiento de Karl Marx, Miguel Mazzeo escribió este libro, de próxima aparición en la Argentina por editorial El colectivo. Compartimos el capítulo XII a modo de adelanto.
La Revolución Rusa y sus derivas
Por múltiples factores, los procesos que en sus inicios constituyeron un rotundo mentís a la idea de la necesidad histórica, una vez institucionalizados se sometieron a sus designios y terminaron fortaleciéndola como inhibidora del espíritu subversivo de los pueblos y como creadora de oscuridad. Hubo una coyuntura aciaga a partir de la cual comenzó a ser aplicable a la Revolución Rusa lo que decía Louis Antoine Saint Just sobre la Revolución Francesa en medio de la debacle del experimento jacobino: “La Revolución está helada; todos los principios se han debilitado; sólo quedan gorros rojos llevados por la intriga”.
Hubo una encrucijada histórica (tal vez fueron varias en el torbellino de la revolución) en la que la vanguardia comenzó a convertirse en policía y la asamblea en burocracia, en la que la dictadura del proletariado, en lugar de basarse en los organismos creados en forma espontánea por el pueblo (los soviets, por ejemplo), comenzó a reposar en el partido todopoderoso. Una interpretación profana nos lleva a sostener que ningún derrotero estaba definido de antemano. No hubo ninguna predestinación. No caben aquí las simplonerías mecanicistas. Hay que ahondar en dinámicas sumamente complejas, nunca lineales ni “evolutivas”. No son sólidos los fundamentos que insisten en el carácter necesario del proceso histórico. No es cierto que “a cada Febrero le llega su Octubre”. Tampoco son rigurosas las razones esgrimidas para demostrar que a cada Lenin le llega su Stalin.
No estamos juzgando a la Revolución Rusa desde los parámetros abstractos de una revolución incontaminada, sin contradicción y sin angustia. Esa es la revolución de los embalsamadores, no la de los revolucionarios. Estamos hablando de otra cosa. De la revolución fagocitada por el oficialismo que ella misma ayuda a engendrar. De todo lo que anula la potencia plebeya que había irrumpido al inicio con ansias de expandir los espacios para lo posible; de los mecanismos perversos que buscan, en nombre de la revolución, silenciar voces, controlar cuerpos, usar seres y opacar existencias; es decir, que buscan recrear, en otro contexto, las condiciones previas a la irrupción y a la fiesta: sujetos disciplinados y tristes.
La Revolución Rusa se ubicó en el sentido de la Historia, en la senda del progreso y la armonía. Perdió su potencia instituyente inicial confiscada por un Estado que se alejó cada vez más del poder constituyente que lo parió. La Unión Soviética se configuró como una “gran potencia”. En lugar de destruir la máquina del Estado (no sólo la del viejo Estado, sino la de todo Estado) se consolidó una nueva máquina estatal gigantesca y opresiva. El “Estado comunista” remite a un perfecto oxímoron, a entidades que se repugnan y se repelen intrínseca y recíprocamente.
Demasiado rápido, la Revolución Rusa derritió al sujeto revolucionario en el molde del Estado y terminó celebrando los records de producción en las diferentes ramas de la economía, mensurando el socialismo en toneladas de acero y deseando lo mismo que el enemigo sistémico. Recurrió a sus estimulantes, reprodujo su moral (muy pronto se frustró el intento de crear una nueva) y copió sus métodos y sus teorías. El conformismo político se convirtió en la principal virtud cívica, la patria de los soviets se plagó de estatuas y ceremonias, y el panorama se tornó desolador. La ética se transformó en un subgénero de la propaganda.
Poco tiempo después de la muerte de Lenin, se inició la apología del dogmatismo. En lugar de hacer la revolución, el deber de todo marxista pasó a ser defender el dogma de Marx a cualquier precio. Inevitablemente, el marxismo se degradó a la condición de revestimiento cosmético. Existe una estricta correlación entre dogmatismo y decadencia del marxismo, entre las ortodoxias y los catecismos simplificados. Por todo eso el marxismo se desarrolló menos en los países “marxistas”, con la excepción de Cuba en los momentos en que estuvo menos expuesta a la influencia soviética. El marxismo estatizado, devenido retórica oficial, nunca fue prolífico. Tendió a ser trivial, éticamente hueco, desprovisto de competencias intelectualmente seductoras.
Los socialismos reales se delinearon, en mayor o en menor medida, como sociedades burocratizadas hasta los tuétanos que produjeron sujetos pesimistas y/o cínicos. En la mayoría de los casos, después de los fervores iniciales, se fue tornando inviable una identificación entre el Estado (el gobierno y el partido) y la comunidad. La estrategia comenzó a considerar a la ética un lastre demasiado pesado y la arrojó por la borda. La eficacia se deshizo del amor, el poder del valor.
En el caso puntual de la Revolución Rusa, el vanguardismo de los primeros años cedió ante el tradicionalismo y la tecnocracia, la dirección colegiada cedió a la dirección única. Otro tanto ocurrió en un sinfín de órdenes: los impulsos democratizadores y la libertad revolucionaria (el control obrero, las socializaciones espontáneas y desde abajo) fueron reemplazados por los nuevos blindajes institucionales autoritarios y centralizadores; el internacionalismo proletario por el nacionalismo soviético; los intentos de los y las bolcheviques por disolver la familia patriarcal, liberar a las mujeres y por minar las posiciones de la Iglesia se fueron mitigando hasta dar cabida a la prohibición del aborto y a la exaltación estalinista de la maternidad; el expresionismo vanguardista no pudo resistir los embates estatales del realismo socialista; los lenguajes poéticos y metafóricos menguaron ante los lenguajes prosaicos; los artistas e intelectuales fueron reemplazados por los “ingenieros del alma”; el optimismo vitalista cedió a la angustia ante la muerte. Las instituciones revolucionarias de transición socialista jamás se consolidaron. La socialización de la capacidad de coerción fue efímera. El proceso de “acumulación socialista originaria” estuvo plagado de regiones oscuras y nada socialistas. La idea de necesidad histórica ha mostrado cierta afición trascendental al Estado y a sus “razones”. En este aspecto medular, Stalin se parece a cualquier político republicano, democrático y representativo “convencional”.
Todavía no se ha erradicado la costumbre de convertir a las circunstancias de las Revolución Rusa, su entorno de relaciones y prácticas, la tradición política en la que se inscribe, en leyes históricas, o peor: en fórmulas uniformadoras que devienen en recetas de aplicación rápida y universal. Todavía podemos ver a una parte importante de la izquierda aferrada al marxismo tradicional que sigue confundiendo historia con teoría. Que contrapone la teoría a la historia y a los sujetos. Que sublima unos acontecimientos excepcionales en ontología. Que prefiere erigir invariantes antes que asumir el riesgo de la praxis. Esa izquierda supone que el manejo de unos instrumentos teóricos y lingüísticos –para colmo de males, de una tosquedad indecible– le otorgan algún tipo de autoridad. Más que un marxismo tradicional, esa izquierda cultiva un marxismo “tradicionalista” que abruma con sus disfraces, sus formas estereotipadas y sus rituales huecos.
Hasta ahora las revoluciones socialistas no fueron más que el anuncio de una primavera que apenas pudo pisarle los talones a un invierno que, aunque declinante, se empeña en permanecer.
Autor de ilustraciones: Martín Malanud